En una fría mañana de comienzos de invierno dos chicos dejan caer sus oxidadas herramientas en el hoyo que días anteriores habían hecho, y perezosamente comienzan a cavar de nuevo. Cubiertos por una densa niebla, sus vestiduras mugrientas y una voz malhumorada que rompe el silencio del bosque.
—Aquí tampoco no hay nada —dice Loán.
—No puede ser —se lamenta Yosef con la frente arrugada, y se desploma.
Se escuchan pasos sobre la hojarasca húmeda, y de pronto, una sonrisa larga se asoma en el hoyo. Es Richard, de mediana estatura, corpulento, de dientes grandes y con aspecto de rufián.
—Hacer un hoyo en el bosque es un delito, buscando un tesoro que nunca encontrarán.
— ¿Tú qué sabes? —dice Yosef mirándolo fijamente a los ojos.
— ¡Por lo menos sé más que tú!
— ¡Demuéstramelo!
— ¿Por qué no subes?
—Entonces espérame, y te hago tragar lodo.
Con rapidez, Yosef trepa el hoyo malhumorado y lo sigue Loán dándole ánimos para que le pudiera sacar los dientes, mientras las nubes empiezan a caminar por el suelo.
— ¡Aquí me tienes! —dice Yosef.
—No te va a dar ganas de mirarte en el espejo —dice Richard.
—Reviéntale la nariz a Richard y seremos populares... —dice Loán.
— ¿Seremos?
—Bueno, serás.
El viento sopla fuerte entre los árboles y a la distancia el armonioso y triste trinar de los pájaros. Las nubes grises cubren el sol de las primeras luces del entristecido amanecer. Richard, se quita la gorra.
— ¡Pega tu primero! —le grita.
Yosef se sacude la tierra de su vestimenta, y se quita la camisa arrojándosela al rostro de Loán.
—Quien pega primero —afirma Yosef—, pega dos veces.
—No, en esta ocasión.
—No hables tanto.
—Entonces qué estás esperando.
Yosef, le clava la mirada, y así poder intimidarlo.
—Vas a ir a conocer el infierno —le dice.
—Mucho escándalo, pareces loro ¿Por qué no me pegas? ¿te da miedo?
—Mejor pega tu primero.
—Está bien, si así lo prefieres.
Resuena un extremado golpe y el eco espanta a los pájaros.
—Tenías razón, quien pega primero —dice Richard—, pega dos veces...
Resuena otro extremado golpe... Empiezan a caer las primeras gotas de lluvia. Richard se retira.
—Eres un soquete, Yosef —sonríe Richard.
Loán solo murmura una frase consoladora:
—Por lo menos tienes los dientes completos.
Han transcurrido las horas y todo está en una tensa calma. Por fin, Yosef tiene la fuerza suficiente para pronunciar sus primeras palabras después de los golpes que lo hicieron ver diamantes alrededor de su cabeza.
— ¿Está muy inflamado, Loán?
—Solo un poquito.
—Pega duro el tarado ese.
—Me dolió hasta mí.
La mañana reluce con la brisa y nubes que se descienden, se rompen, revelando una fría niebla gris invernal.
—Debí de pegarle yo primero.
—Fue mejor así, si no te habría triplicado los golpes.
—Pero si la estatura me favorece, soy el más fuerte... ¿Cómo me pudo ganar?
— ¡Yo lo sé!
— ¿Cómo?
—Con dos simples golpes.
Al día siguiente en medio de la bruma de otra mañana apagada los dos chicos se sienten molestos de no haber hallado nada valioso, pues ellos se dedican a descubrir tesoros y reliquias. Desalentados al no encontrar una verdadera joya, deciden suspender la búsqueda hasta que haya una pista verdadera.
— ¿Ahora qué hacemos? —pregunta Loán.
—No lo sé, pero mi abuelo antes de morir me confesó que en cualquier lugar del pueblo está enterrado un enorme tesoro.