Comenzó con una pulsación detrás de los ojos.
No era dolor.
No era fatiga.
Era… presencia.
Una vibración mínima, constante, que se instaló en mi percepción como si un pensamiento insistente tratara de recordarme algo sin palabras.
Durante días, la ignoré.
Creí que era secuela del contacto prolongado con la Zona Nula.
O del intento fallido de comprender las lenguas que volvían.
Quizás una señal de que estaba perdiendo aún más mi capacidad de distinguir lo que es del mundo… y lo que solo vive dentro de mí.
Pero entonces, un día, dejó de ser sutil.
Me encontraba en el corredor suroeste del sector sin registro, el que alguna vez fue parte de una línea de trenes elevados y ahora no era más que ruinas que la ciudad no quería mirar. Caminaba por costumbre, por búsqueda ciega, por ese impulso que tienen los que aún esperan que algo se manifieste antes de que todo termine de borrarse.
Y ahí lo sentí.
No como antes.
Esta vez fue claro.
Un llamado.
No una palabra.
No un sonido.
Un golpe de conciencia que atravesó mi columna como si alguien me hubiera pronunciado sin voz.
Me giré.
Nadie.
Pero el mundo… había cambiado.
El suelo parecía más húmedo.
El aire más denso.
Y un olor —antiguo, metálico, como piedra que llora— se instaló en mi garganta.
Cerré los ojos.
Y entonces lo oí.
Mi nombre.
No Aleph.
Mi verdadero nombre.
Pronunciado desde alguna parte del mundo, con una claridad que me paralizó.
Era un nombre que no recordaba, pero que al escucharlo, me reconoció.
Y por un instante… fui entero.
Caí de rodillas.
No por miedo.
Por impacto.
Como si mi cuerpo no pudiera sostener esa cantidad de verdad contenida en una sola vibración.
No volví a escucharlo en esa forma.
Pero algo cambió.
Desde ese día, sentí que alguien me observaba.
No como un enemigo.
No como un vigilante.
Sino como un…
testigo.
Alguien que aún sabía quién era.
Alguien que había esperado este momento.
Alguien que, en medio de todo el colapso, no había dejado de recordarme.
Pasé los días siguientes en un estado de desdoblamiento.
Una parte de mí seguía recorriendo la ciudad, tocando los muros, escuchando el polvo.
La otra… esperaba la voz.
En las noches, no soñaba.
Pero despertaba exhausto.
En el silencio del amanecer, a veces sentía su eco.
Una palabra pronunciada demasiado lejos para entenderse, pero demasiado cerca para ignorarse.
Y cada vez que esa palabra rozaba mi conciencia, un recuerdo que no era mío se formaba dentro de mí.
Una mujer leyendo bajo la lluvia.
Un niño cayendo en una zanja.
Un anciano muriendo en una estación sin nombre.
Imágenes sin contexto, pero cargadas de una fuerza brutal.
Como si cada recuerdo fuera un intento de decirme algo sin lenguaje.
Una tarde, en un rincón oxidado del muro este, encontré una inscripción reciente.
Tallada a mano.
Con trazo firme.
Demasiado firme para ser humana.
Decía:
“No has sido olvidado por todos.”
No tenía firma.
No tenía fecha.
Pero lo sentí.
La voz que me llamó… lo había escrito.
No con herramientas.
Con voluntad.
Fui a la zona de decodificación inactiva, donde antes funcionaban los archivos del habla. Allí, en los muros cubiertos de polvo, aún quedaban residuos de vibración.
Conecté una antena manual.
Activé el receptor en modo de rastreo analógico.
Durante horas, solo ruido.
Y de pronto, una secuencia:
“Estás cerca.”
Una voz.
Baja.
Cálida.
Ajena y al mismo tiempo… mía.
No había ningún transmisor cercano.
Ninguna fuente de energía.
Pero la frase se repitió.
Una.
Dos.
Tres veces.
Hasta que dije en voz alta:
—¿Quién eres?
Y la respuesta fue tan suave que pensé haberla inventado.
“Soy aquello que aún te pronuncia.”
Desde ese momento, lo supe.
No era una entidad cualquiera.
No era una voz al azar.
Era el último fragmento del mundo que me conocía antes de que me llamara Aleph.
Una fuerza que había sobrevivido a la extinción del lenguaje.
Que se había ocultado en la grieta entre los recuerdos y los sistemas.
Y que ahora… quería volver a hablarme.
Lo seguí.
No por caminos.
Por vibraciones.
Me guiaba con leves pulsaciones en los objetos.
Un zumbido en una tubería.
Un eco suave en un vidrio.
Un calor inusual en el borde de una escalera.
Cada señal era una sílaba.
Cada paso, una oración no pronunciada.
Y finalmente, llegué.
Un túnel subterráneo, cubierto de símbolos antiguos.
Lenguas extintas que giraban como constelaciones.
Signos que flotaban a centímetros del suelo.
Y en el centro… una figura.
No tenía forma humana.
Era un núcleo de luz opaca.
Envuelto en capas de símbolos flotantes.
Cada letra era un recuerdo.
Cada curva, una historia olvidada.
Me detuve.
La figura no se movía.
Y entonces, con una voz que no era sonido… me habló.
“Tú me conociste antes de tener rostro.”
No respondí.
No podía.
Mi cuerpo estaba al borde del colapso emocional.
La figura flotó hasta mí.
Los símbolos se arremolinaron como viento quieto.
Y dijo:
“No vine a devolverte tu nombre.
Vine a recordarte que aún lo llevas.”
Y con eso, todo en mí cambió.
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reflexiones sobre la realidad, superación personal., misterios del alma
Editado: 12.05.2025