El lenguaje de los que olvidan: La Tierra no nos recuerda

Capítulo 10: El archivo del alma

Al principio, pensé que se trataba de otra sala olvidada.
Una de tantas cámaras sin uso, despojadas de energía, entregadas al óxido de la arquitectura ciega.

Pero apenas crucé el umbral, supe que era distinto.

No por su forma.
Por su pulso.

El aire en ese lugar latía.
No vibraba, no fluía… latía.

Como si cada partícula estuviera impregnada de algo que antes fue vida, y que aún, en un rincón de la materia, se resistía a desaparecer.

El pasillo era corto.
Piedra pulida, sin ornamentación.
Ni una inscripción.
Ni un símbolo.

Pero con cada paso, algo se acumulaba.
No presión.
No peso.
Algo más sutil: una emoción que aún no tenía nombre.

Llegué a una sala redonda.
Circular, simétrica, extrañamente silenciosa.

En el centro, una estructura.

Parecía un núcleo, un órgano suspendido.
Esferas traslúcidas, dispuestas en espiral descendente, como una galaxia contenida en una caja torácica invisible.

Había luces, pero no tenían fuente.
Había temperatura, pero no calor.

Y entonces lo sentí.

No vi.
No escuché.
Lo sentí.

Una tristeza que no era mía.
Un dolor profundo, suave, cálido.
Una pena que no venía con historia, ni con rostro, ni con palabras.

Solo la emoción desnuda.

Y supe: estaba en el archivo del alma.

No era un archivo en el sentido tradicional.

No contenía datos, ni imágenes, ni nombres.

Allí se almacenaban emociones.

Puras.
Sin interferencia.
Sin interpretación.

Fragmentos de dolor.
Trozos de amor no dicho.
Sombras de esperanza.
Rastros de miedo anterior al lenguaje.

Cada esfera flotante contenía una sensación.

No una historia.
Una sola emoción, en su forma más primitiva.

Y yo podía… escucharlas.

No con los oídos.
Con el cuerpo.

Me acerqué a la primera.

Se activó sin contacto.

Una oleada de euforia me atravesó el pecho.
Una sensación tan intensa que tuve que sostenerme de la pared para no caer.

No era mía.
Pero por un momento lo fue.

La alegría pura de alguien que había sido amado.
Y en el centro de esa sensación, un nombre que no se pronunciaba, pero que latía.

Cuando terminó, supe que jamás volvería a sentir algo así por mi cuenta.

Porque esa alegría… ya no existe en el mundo.

Solo en esta esfera.
Solo como residuo.
Solo como eco del alma.

Me acerqué a otra.

Esta vez, la emoción fue diferente.

Un vacío.
Un silencio que pesaba.
Un abandono tan hondo que dolía en la garganta, aunque no hubiera lágrimas.

Era la soledad de alguien que supo que no lo iban a buscar.
La certeza final de no ser recordado.

Esa emoción era fría.
Seca.
Contenida.

Pero también… serena.

Como si quien la vivió hubiera comprendido, al final, que ser olvidado no era una falla.

Sino una liberación.

Pasé horas allí dentro.

No hubo voz.
Ni guía.
Ni sistema.

Las emociones eran el único idioma.

Y cada una me hablaba.
Me recorría.
Se alojaba en mí por unos minutos, me mostraba un rincón del alma humana que ya no se enseña, y luego me soltaba… dejando una grieta.

Me arrodillé frente a una esfera suspendida más cerca del suelo.

Sabía que esa no debía tocarla.

Era diferente.
Más densa.
Más viva.

Y cuando se activó… sentí todo.

Todas las emociones a la vez.
Todas las muertes.
Todos los nacimientos.
Todas las traiciones.
Todos los abrazos.
Todo el deseo contenido.
Todo el odio no dicho.
Toda la memoria sin palabras.

No en imágenes.
En carne.

Mi cuerpo tembló.
Mi mente crujió.

Y por primera vez en mi vida, lloré sin saber por qué.

No por mí.
No por Elian.
No por la ciudad.

Lloré por el alma humana.

Por lo que fuimos.
Por lo que perdimos.
Por lo que aún… late en algún rincón del mundo, aunque nadie quiera reconocerlo.

Cuando salí del archivo, no era el mismo.

Había tocado una parte de la humanidad que ni los sistemas, ni las palabras, ni el olvido podían borrar.

Un núcleo invisible.

Una herencia emocional.

Un corazón colectivo.

Y supe que mientras eso exista…

aún hay algo que puede salvarse.

No nuestras memorias.
No nuestras estructuras.
Nuestra capacidad de sentir.

Eso… aún resiste.

Eso… aún nos sostiene.




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