El lenguaje de los que olvidan: La Tierra no nos recuerda

Capítulo 11: El umbral de las resonancias

La materia no está hecha solo de átomos.

Hay otra sustancia, invisible, que recubre las cosas: la experiencia.
Y cuando la experiencia no tiene salida, cuando no se comparte, cuando no se nombra… comienza a filtrarse en lo que existe.
A dejar residuos en los muros.
A oscurecer el agua.
A distorsionar los objetos.

Eso es la resonancia.

Y aunque todos la sienten, nadie la ve.
Hasta ahora.

Lo noté por primera vez en el borde de una escalera que usaba todos los días.

El peldaño estaba torcido, no por daño, sino por una curvatura nueva, extrañamente suave, como si el concreto hubiese respondido a un lamento que nadie escuchó.

Pasé la mano.
Y sentí calor.
Un calor contenido, como el que queda después de haber llorado.

Seguí descendiendo.
Cada escalón tenía una pequeña alteración.
Una ligera torsión.
Una grieta que no era fractura, sino marca.

No eran fallas arquitectónicas.
Eran heridas materiales.

En las paredes del túnel, comenzaron a surgir líneas.
No talladas.
No dibujadas.
Influidas.

Eran líneas tenues, torcidas, como arrugas que no estaban antes.
Aparecían en patrones extraños.
Y al tocarlas, algo en mí reaccionaba.

Como si esos trazos hubieran sido hechos por emociones pasadas.

Rabia.
Nostalgia.
Deseo.
Desesperanza.

No podía descifrarlas.
Pero las entendía.

No con lógica.
Con cuerpo.

El aire cambió.

No de temperatura.
De densidad.

Respirar era como masticar algo espeso, cargado de historia.

Había partículas en suspensión.
No polvo.
No ceniza.

Memoria evaporada.

Sentí que cada bocanada contenía un fragmento de alguien.

Y por primera vez me pregunté:
¿cuánto de lo que soy no es mío?

Al llegar al fondo del corredor, vi la primera manifestación total.

No una pared.
No una grieta.

Un objeto.

Una silla.
Formada por restos de otros objetos —metal, vidrio, tela— fundidos sin calor, unidos por una lógica imposible.

Estaba quieta.
Pero al acercarme, vibraba.

No físicamente.

Emocionalmente.

Me senté.

Y lloré.

No supe por qué.
No tuve visión.
No vi un recuerdo.

Solo lloré, como si mi cuerpo reconociera un dolor alojado en esa estructura, y se hiciera cargo de él sin aviso.

Cuando me levanté, la silla se desarmó.
Volvió a ser partes.
Como si su única función hubiese sido dejarme sentir.

Las resonancias aumentaron.

Ya no eran detalles.
Eran hechos.

Estructuras se colapsaban sin causa.
Pisos se agrietaban en silencio.
Edificios parecían respirar.
Puertas se abrían solas… y no volvían a cerrarse.

La ciudad estaba saturada.

No de gente.
De emociones no procesadas.

De miedo contenido.
De afecto no dicho.
De gritos que nunca salieron.

Y ahora todo eso exigía forma.

Comencé a recorrer los sectores más olvidados.

Allí las resonancias eran más fuertes.

Vi una antena torcida como si algo la hubiera doblado desde dentro.

Un campo de concreto donde crecían líneas negras que no eran raíces, ni pintura, ni sombra.

Y en medio de todo, las cosas hablaban.
No con voz.
Con forma.

Una lámpara colgaba torcida, como si estuviera apenada.
Un asiento de transporte público se estremecía si te sentabas sin permiso.
Una ventana empañada mostraba un rostro… aunque no hubiera nadie detrás.

Todo resonaba.

Y la frecuencia aumentaba.

Me encontraba en un punto sin retorno.

No podía distinguir si lo que sentía era mío, o si el mundo entero me lo estaba devolviendo.

Porque en este nuevo orden, las emociones ya no necesitaban cuerpos.

Se alojaban en las cosas.
Y empezaban a reproducirse.

Llegué al núcleo antiguo.

Un espacio sellado bajo la ciudad.
Abandonado.
No mapeado.
Derruido.

Pero en su centro…
silencio total.

Un silencio tan denso que dolía.

Allí, la resonancia no se escuchaba.
Se acumulaba.

Como presión bajo el suelo.
Como magma emocional.

Y supe: pronto algo iba a romperse.

Encontré un cuaderno.
Viejo.
Páginas pegadas por humedad.
Sin firma.

Solo una línea, repetida con variaciones:

“Lo que no se dijo, ahora se forma.”
“Lo que no se dijo, ahora se forma.”
“Lo que no se dijo…”

Hasta el final.

Y al llegar a la última página, una frase distinta:

“Prepárate para la voz sin garganta.”

Cerré el cuaderno.

El mundo ya no iba a hablar como antes.

Ahora iba a manifestarse.




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