El lenguaje de los que olvidan: La Tierra no nos recuerda

Capítulo 15: Aquellos que recogen la lluvia

La lluvia ya no era agua.
Tampoco era símbolo.
Era algo más denso, más vivo.
Como si la atmósfera hubiera empezado a llorar…
pero no por tristeza.
Por saturación.

Las primeras gotas no hicieron ruido al caer.
No salpicaron.
No se evaporaron.

Se depositaron.
Silenciosas.
Tibias.
Con la gravedad justa para ser notadas… y olvidadas.

Pero algunos no quisieron olvidar.
Algunos miraron hacia arriba.
Y cuando la lluvia los tocó, algo dentro de ellos se quebró con ternura.

No eran científicos.
Ni investigadores.
Ni profetas.

Eran recolectores.
Espontáneos.
Silenciosos.
Sin doctrina.

La mayoría no hablaba entre sí.
No tenían método.
Solo intuición.

Usaban frascos, telas, manos abiertas.
Todo servía.
Porque la resonancia líquida no necesitaba pureza.

Solo necesitaba ser recibida.

El primero que vi estaba de pie en medio de un callejón olvidado.
Tenía una vasija rota entre los brazos.
El líquido caía desde lo alto como hilos delgados, casi invisibles.

Cuando la vasija se llenó, el hombre no hizo nada.
No bebió.
No se movió.
Solo se quedó mirándola.

Y después… lloró.

Sin hacer ruido.
Sin expresión.
Con una lágrima que bajó sincronizada con la gota final.

Lo seguí durante días.

Tenía un pequeño espacio en la esquina de una fábrica abandonada.
Ahí guardaba sus vasijas.
Cada una con una etiqueta que no mostraba fecha…
sino una palabra.

“Madre.”
“Rencor.”
“No dicho.”
“Silencio 12.”
“El grito que no grité.”

Cada recipiente tenía un color distinto, aunque la lluvia se veía siempre igual.
Al observar con atención, noté que cada gota tenía una vibración propia.

No un sonido.
Una resonancia interior.

Y comprendí:
las gotas eran fragmentos de emociones humanas.

Había otras personas.
Un grupo en el límite del distrito oeste que se reunía al amanecer.

Vestían capas de tela porosa, diseñadas para absorber.
No hablaban mientras llovía.
No se miraban.

Solo abrían los brazos y dejaban que las gotas entraran en ellos.

No recogían en frascos.
Se recogían a sí mismos.

Luego, cuando el cielo se cerraba, se marchaban.
Cada uno por una dirección distinta.

Y los días siguientes… cambiaban.

Uno comenzó a hablar un idioma que no conocía.
Otra escribió sin parar durante tres días, sin levantar la vista.
Uno más talló su nombre en todas las puertas del barrio, pero no era su nombre de siempre.
Era uno que nadie le había dado… hasta entonces.

Y todos temblaban.
No de miedo.
De carga.

Como si hubieran absorbido más de lo que podían sostener.

Y aún así, volvían.
Siempre.
Cada vez que llovía.

No todos sobrevivían.

Había cuerpos que no resistían la resonancia.
No por debilidad.
Por saturación.

Uno de los recolectores murió con los ojos abiertos, mirando hacia arriba, con una sonrisa leve y un cuenco vacío entre las manos.

A su lado, una sola palabra escrita en la tierra:

“Gracias.”

Los niños comenzaron a jugar con la lluvia.
No sabían su origen.
No sabían su peso.

Solo sentían que era distinta.
Y lo era.

Donde tocaba, las cosas recordaban.
Una piedra brillaba por segundos.
Una flor se abría fuera de estación.
Un perro ladraba a la nada… y se callaba.

Era como si el mundo reconociera en esa sustancia algo propio… y al mismo tiempo ajeno.

Como si el mundo… se viera en ella.

Empezaron a surgir altares.
Pequeños.
Discretos.

En plazas.
En terrazas.
En rincones oscuros.

Algunos dejaban copas, cristales, jarras.
Otros escribían frases, versos, preguntas.

Y cuando llovía, las gotas caían justo allí.
Como si supieran adónde ir.

Alguien había escrito:

“Si esto eres tú…
no me olvides dentro de ti.”

Fui a un lugar donde la lluvia no tocaba el suelo.
Se quedaba suspendida.
Como si tuviera miedo de llegar.
Como si lo que estaba abajo ya no pudiera recibirla.

Y supe:
no todos los lugares están listos.

Porque no todos quieren recordar.
No todos quieren sentir.

Y la resonancia, aunque sutil, no pide permiso.

Pero sí escucha.

Hay quienes comienzan a beberla.
Solo unos pocos.
No lo hacen por locura.
Ni por desesperación.
Lo hacen porque sienten que hay algo dentro de ellos que no fue dicho… y solo esa sustancia podría nombrarlo.

Los que beben cambian.

Algunos pierden la voz.
Otros comienzan a reír mientras duermen.
Uno comenzó a emitir luz por los ojos durante las noches.
Otro simplemente desapareció.

No murió.
No se fue.

Desapareció.

Como si la lluvia lo hubiera recogido a él.

Yo recogí una gota.
Solo una.

La dejé caer en mi palma.

No dolió.
No ardió.
Pero dejó una marca.

Un pequeño símbolo, como un idioma olvidado, que solo duró unos segundos.

Y en ese tiempo, recordé algo.

No una historia.
Una sensación.

El calor de una mano que alguna vez me sostuvo.

No sabía a quién pertenecía.
No sabía cuándo ocurrió.

Pero lo sentí.

Y por unos segundos… fui completo.

Ahora, cuando llueve, me detengo.
No recojo.
No bebo.




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