Primero fue vibración.
Luego, fue palabra respirada.
Después, se arrastró.
Pero ahora, el lenguaje ha cambiado de naturaleza.
Ya no quiere ser solo aire.
Ya no le basta con tocar la piel.
Ahora, quiere existir.
Y para hacerlo, necesita cuerpo.
Los primeros en encarnar la resonancia no sabían lo que sucedía.
No hubo advertencia.
No hubo fiebre.
No hubo sangre.
Solo una presión interna.
Una tensión suave, constante, ineludible.
Como si alguien golpeara desde dentro con los nudillos de la memoria.
Y después…
la carne comenzó a cambiar.
Una mujer se descubrió con una protuberancia en el pecho.
No era un tumor.
No dolía.
Era blando, palpitante, tibio.
Lo observó durante días.
Una noche, mientras dormía, ese bulto comenzó a emitir un zumbido.
Un sonido grave, profundo, como una palabra que no puede pronunciarse pero quiere existir.
Su pareja despertó sobresaltada.
No por el sonido.
Por el sentimiento.
—Soñé con mi abuela —dijo—. Con algo que nunca le dije.
El bulto había hablado.
No en voz.
No en texto.
En presencia vibrante.
Otro hombre sintió una fisura bajo la piel del brazo derecho.
Era invisible a los ojos, pero podía palparla.
Como una grieta que recorría su hueso.
Y por esa grieta, comenzó a escuchar cosas que no quería recordar.
No voces.
No frases.
Silencios reconocibles.
El momento en que su padre lo miró sin verlo.
La palabra que no dijo cuando su madre murió.
La despedida que nunca fue pronunciada.
La grieta en su cuerpo no era física.
Era un surco emocional donde la resonancia había echado raíces.
Poco a poco, los contenedores comenzaron a desarrollar estructuras nuevas.
Algunos presentaban zonas hipersensibles en la piel, donde cada roce desencadenaba emociones de otros.
Una caricia en la nuca podía hacerlos llorar de pérdida.
Un golpe en la espalda podía provocar carcajadas que no entendían.
No sabían si eran suyas.
Y dejaron de preguntarse.
Porque cuando el lenguaje se encarna,
la identidad se difumina.
Un joven llamado Elías fue el primero en mostrar mutación visible.
Su columna vertebral comenzó a sobresalir, no como deformidad, sino como tallado.
Cada vértebra tenía una inscripción.
No en idioma humano.
No en jeroglífico.
Era una escritura que solo podía leerse tocándola.
Un anciano lo hizo.
Pasó los dedos por su espalda curva y, al hacerlo, comenzó a recitar nombres.
Nombres de personas que habían muerto hace décadas.
Nombres que no estaban registrados en ninguna parte.
El cuerpo de Elías se convirtió en archivo.
No de datos.
De ausencias.
Otra mujer, Samira, desarrolló un ojo extra bajo la lengua.
No lo usaba para ver el mundo.
Lo usaba para ver hacia dentro.
Podía mirar su interior emocional, sus sentimientos como formas flotando.
Veía sus vergüenzas como figuras grises.
Su amor no correspondido como una esfera roja que ardía sin tocar nada.
Su rabia era transparente.
El ojo no pestañeaba.
Solo observaba.
Y al hacerlo, decía lo que su boca nunca pudo.
Los científicos colapsaron.
Sus categorías ya no servían.
Ni médicas.
Ni psicológicas.
Ni sociológicas.
Todo lo que sabían sobre el cuerpo estaba quedando obsoleto.
Porque el cuerpo ya no respondía a lo biológico.
Respondía al lenguaje contenido.
A lo que había sido reprimido.
Olvidado.
Silenciado.
Callado.
Aparecieron nuevos términos.
“Tejido simbólico.”
“Órganos de memoria.”
“Anatomía resonante.”
Pero ninguno capturaba lo real.
Porque esto no era evolución.
Era compensación.
El mundo había callado tanto, durante tanto tiempo,
que ahora sus cuerpos estaban diciendo todo de golpe.
Y no había vuelta atrás.
Las mutaciones eran variadas.
A algunos les crecían protuberancias en el pecho que palpitaban al oír mentiras.
A otros, se les formaban membranas detrás de los párpados que proyectaban recuerdos no vividos.
Uno desarrolló una segunda laringe que vibraba cuando alguien le ocultaba algo.
Otra mujer tenía letras bajo las uñas, invisibles, que solo aparecían si tocaba a alguien cuyo duelo no había sanado.
El lenguaje se había transformado en carne.
Yo mismo empecé a sentirlo.
Una presión en el pecho.
Un escalofrío en el paladar.
Un susurro bajo las costillas.
Sabía que algo se estaba gestando.
No era enfermedad.
No era posesión.
Era el precio de observar.
De narrar sin ser parte.
De registrar sin intervenir.
De traducir sin cargar.
La resonancia me había alcanzado.
Y ahora buscaba un lugar en mí.
En sueños, comencé a hablar un idioma que no conocía.
Pero al despertar, lo recordaba todo.
No su gramática.
No su semántica.
Su intención.
Era un idioma que no servía para ordenar el mundo.
Servía para confesar lo que se calló.
Y mi cuerpo, sin saberlo, lo había estado preparando todo este tiempo.
No todos lo aceptaron.
Algunos cortaron sus cuerpos para evitar que la resonancia creciera.
Otros intentaron extirparse los nuevos órganos.
Uno se arrancó las uñas para evitar que aparecieran palabras.
Una mujer quemó su lengua cuando sintió que empezaba a emitir luz al hablar.
#195 en Ciencia ficción
#193 en Paranormal
#68 en Mística
reflexiones sobre la realidad, superación personal., misterios del alma
Editado: 05.05.2025