La primera vez fue un crujido.
No el típico gemido de un edificio viejo.
Era un sonido diferente.
Más grave.
Más lento.
Como si la materia estuviera articulando una palabra.
Nadie lo notó al principio.
Los que pasaban por allí pensaron que era el viento.
O el eco de pasos.
Pero yo me detuve.
Me detuve porque lo reconocí.
Ese sonido no venía del aire.
Venía del muro.
Los edificios habían sido testigos.
De gritos.
De silencios.
De caídas.
De abrazos postergados.
Y aunque sus ladrillos no tuvieran alma,
sus grietas sí la tenían.
Porque donde la materia se quiebra,
la resonancia se aloja.
Y ahora, después de tanto callar,
las estructuras comenzaban a susurrar.
No era un fenómeno aislado.
Las paredes de la estación vieja susurraban nombres.
No en voz alta.
No como eco.
Era un temblor de partículas.
Un roce de vibraciones que solo los cuerpos saturados de resonancia podían percibir.
Me acerqué a uno de esos muros.
Puse la palma de mi mano sobre el concreto.
Y entonces…
lo oí.
Una frase.
Simple.
Dolorosa.
“Aún estoy esperando.”
No supe si era un recuerdo.
O una promesa.
Pero el muro…
lo seguía diciendo.
Pronto, otros comenzaron a escucharlo.
Una niña pequeña tocó una baranda oxidada y sonrió.
Cuando su madre le preguntó qué hacía, respondió:
—Me está contando su historia.
No había locura en su voz.
Solo certeza.
Porque el metal también había sentido.
Había sido apretado por manos temblorosas.
Había sostenido cuerpos cansados.
Había escuchado susurros de despedida.
Y ahora,
por fin,
hablaba.
Las calles no fueron ajenas.
El asfalto vibraba levemente por las noches.
Las líneas pintadas parecían recorrer el suelo como venas llenas de palabras mudas.
Al caminar sobre ellas,
algunos sentían punzadas en los pies.
Eran memorias atrapadas.
De pasos no dados.
De huidas fallidas.
De caminos nunca recorridos.
Cada grieta en el pavimento era una herida sin cicatrizar.
Y cada vez que llovía resonancia,
las calles volvían a recordar.
Los edificios más antiguos fueron los primeros en colapsar.
No por daño estructural.
Por exceso de carga emocional.
Las paredes comenzaron a deshacerse como si fueran de papel mojado.
Pero no se derrumbaban al azar.
Se deshacían en las zonas donde se habían acumulado más silencios.
Donde más verdades se ocultaron.
Donde más miradas se evitaron.
No era venganza.
No era castigo.
Era liberación.
Un teatro abandonado comenzó a “cantar” por las noches.
No con voces.
Con vibraciones que recorrían sus butacas,
haciendo que cada asiento resonara con las emociones de quienes alguna vez se sentaron allí.
Alguien registró el fenómeno.
Las frecuencias no coincidían con ningún registro conocido.
Pero quienes se atrevían a entrar
salían llorando.
No por miedo.
Por reconocimiento.
Porque las paredes del teatro
les estaban recordando algo que habían decidido olvidar.
La resonancia no se limitó a los edificios.
Puentes enteros comenzaron a emitir pulsaciones rítmicas.
Como si sus pilares se hubieran convertido en tambores antiguos.
Cada golpe sordo en la estructura
se sentía en el pecho de quienes cruzaban.
No eran fallas de ingeniería.
Eran recuerdos comprimidos.
El día que alguien saltó.
La noche en que una promesa se quebró a mitad del camino.
El instante en que dos desconocidos se amaron sin decir palabra.
El puente lo había visto todo.
Y ahora,
lo decía en su lenguaje de metal y piedra.
No todos soportaban escuchar.
La ciudad se dividió en dos tipos de personas:
Los sordos por elección.
Que evitaban tocar muros, caminar sobre ciertas calles, entrar en edificios antiguos.
Que negaban lo que sus cuerpos ya sabían.
Los oyentes inevitables.
Que, como yo, no podían evitar escuchar.
Que se quedaban quietos frente a una pared agrietada,
sintiendo cada susurro como una caricia brutal.
Yo estaba entre los segundos.
Y supe que resistirse era inútil.
Porque cuando la materia decide hablar,
no hay lugar donde esconderse.
Una biblioteca se convirtió en un foco de resonancia pura.
No en sus libros.
En sus estantes.
La madera, después de décadas de sostener palabras,
comenzó a emitir sonidos bajos, graves, casi subsonoros.
No era la tinta.
No era el papel.
Eran las ausencias contenidas entre esos libros.
Las miradas de quienes leyeron sin entender.
Las lágrimas de quienes buscaron respuestas y solo hallaron más preguntas.
La biblioteca ya no era un lugar de conocimiento.
Era un archivo de duelo.
Y quienes entraban
sabían que saldrían distintos.
No más sabios.
Pero sí…
más conscientes.
El fenómeno se intensificó.
Tuberías, postes, farolas, ventanas…
todo lo que había sido parte del entorno urbano
comenzó a emitir pequeñas pulsaciones de memoria.
A veces, era un leve zumbido.
Otras, un cambio imperceptible en la temperatura.
O un reflejo distorsionado en un vidrio.
Pero para quienes podían sentirlo,
todo era claro:
La ciudad entera estaba hablando.
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reflexiones sobre la realidad, superación personal., misterios del alma
Editado: 12.05.2025