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Cuando las sirenas duermen, se recuestan en el fondo marino, y cierran sus párpados. Las suaves caricias del agua las arrullan, y coloridos cardumenes se ven inevitablemente atraídos hacia su lecho. Sus cabellos se mecen al ritmo de las olas y su cuerpo entero se relaja, para poder entrar al mundo de los sueños. 

Pueden sumirse en largo letargos, que a veces duran incluso meses, para luego pasar días enteros u años en vela. 

Es un evento tan excepcional, que podría calificarse como mágico. Tanto así, que el mundo onírico les trae profecías de un futuro que muchas veces no logran entender. Y para peor, con el tiempo olvidan. 

Sin embargo yo no lo olvidé.

Tuve un sueño, o quizás, una pesadilla. 

Me ahogaba, como ningún ser acuático jamás lo haría. No estaba en el océano, pero tampoco en la tierra. Eran mis propios pulmones los que se encogían. Resultaba curioso, porque ni siquiera sabía que nuestra anatomía contara con un par de esos.

Y cuando creí que estaba a punto de desfallecer, el océano volvió a acogerme entre sus brazos.