Había una vez, en un reino muy lejano, un príncipe que era temido y respetado por todos. Era increíblemente atractivo, pero jamás había encontrado el amor. Su corazón era tan frío y oscuro como la noche más desolada. Trataba a todos con desprecio, no sentía empatía por nadie, y odiaba al mundo en general.
Una noche, organizó un baile, no porque lo deseara, sino porque debía buscar una compañera para el trono. A pesar de ser un antisocial, tenía principios y cumplía con sus obligaciones hacia el reino.
Esa noche, una joven muy hermosa entró al castillo. Todos los hombres voltearon a mirarla e incluso la invitaron a bailar, pero ella los rechazó y buscó al príncipe, invitándolo a una danza. Este la rechazó con desdén. La joven, contrariada y enojada, no podía creer que el príncipe la rechazara. Ningún hombre lo había hecho antes; era la mujer más hermosa del reino. ¿Cómo se atrevía a humillarla de esa forma?
Resultó que la joven era una bruja, y desató una enorme tormenta, haciendo que todos escaparan del baile.
—De ahora en adelante, vivirás una eternidad en completa soledad. Solo la oscuridad de la noche te cobijará, y la bestia en tu interior atemorizará hasta que tu frío corazón se derrita de amor por la mujer más hermosa del lugar.
Entonces, la bruja se marchó. La tormenta cesó de inmediato, el sol salió, y el príncipe se transformó en un enorme y aterrador león. Atacó a sus súbditos hasta quedar completamente solo.
Esa misma noche, cerca de allí, en una pequeña aldea, nacía una niña de tez tan blanca como la nieve, labios tan rojos como las fresas, cabellos dorados como el sol y ojos tan verdes como la esperanza. Justo al nacer, una mariposa azul se posó sobre su cabellera, y la tormenta se detuvo. A esta niña la llamaron Morphides.
Pasaron los años y Morphides creció. A pesar de ser la más mimada y querida por su familia, le costaba integrarse con sus compañeros. Se burlaban de ella por ser diferente. Mientras los niños jugaban a las escondidas, ella prefería dibujar mariposas bajo un árbol. Mientras las niñas elegían vestidos y zapatos elegantes, ella prefería los libros. Era una niña amable, educada, bondadosa y querida por los mayores.
Cuando cumplió la mayoría de edad, su padre le regaló un colgante con una mariposa azul. Ella, encantada, fue a mostrarlo a sus amigos, o lo que creía que eran sus amigos, pero estos se burlaron de ella y comenzaron a tirarle lodo. En lugar de defenderse, solo lloró y corrió adentrándose en el bosque. Se sentó sobre una roca a desahogar sus penas y, al detenerse, se dio cuenta de que estaba perdida. De repente, escuchó un rugido. Al darse vuelta, un enorme león se abalanzó sobre ella. Pero en lugar de gritar o correr, la miró a los ojos, dispuesta a afrontar su muerte. El animal, sin embargo, no le hizo daño. Se quedó mirándola fijamente, como si quisiera ver a través de sus ojos, luego se retiró y se sentó en la roca junto a ella, observándola hasta el atardecer antes de marcharse.
El león desapareció de su vista, pero Morphides sentía que alguien la seguía. Sabía que era él, así que se perdió en el bosque. Tras horas de vagar, agotada y hambrienta, se recostó sobre un montículo de hojas y cayó dormida.
Unas horas más tarde, despertó junto a una chimenea, sintiendo el aroma de la carne asada. Al abrir los ojos, se encontraba en un enorme castillo, algo polvoriento y oscuro. ¿Cómo había llegado allí? Un apuesto príncipe apareció entre las sombras, observándola con curiosidad. Por algún extraño motivo, ella sentía que lo conocía. El príncipe la invitó a cenar. Aunque desconfiada, ella aceptó, pues estaba muy hambrienta. Durante la cena, ninguno de los dos dijo una palabra. Solo se miraban, hasta que Morphides rompió el silencio.
—Mi nombre es Morphides, ¿y el tuyo? —preguntó.
—Leónidas —respondió él, con un gruñido.
—¿Vives aquí? —preguntó ella.
Él no respondió, solo la miró levantando una ceja, como si la pregunta fuera absurda.
—¿Vives solo? ¿Por qué todo es tan silencioso y oscuro? —insistió ella.
—Porque así me gusta —respondió tajante—. Te agradecería que terminaras de cenar en silencio.
Ella obedeció, sin querer importunar. Una vez terminada la cena, se quedó junto al fuego. Él no dejaba de observarla. La veía tan pequeña y frágil que, por primera vez, sentía la necesidad de protegerla, una extraña sensación para él. Al verla tan tranquila, le dio pesar.
—¿Quieres conocer el castillo? —preguntó.
Ella, emocionada, a punto de aceptar, dudó al recordar que estaba sola con un completo desconocido.
—No te haré daño —prometió él—. Te aseguro que estarás a salvo hasta la mañana.
Juntos recorrieron el castillo. La risa de Morphides llenó el vacío de aquel lugar. Él la observaba, maravillado de lo hermosa que se veía sonriendo. Cuando entraron a la biblioteca, ella se iluminó, como una niña en una juguetería. Leónidas decidió que quería ver esa expresión siempre.
Horas después, ella se quedó dormida junto al fuego. A la mañana siguiente, despertó en su cama, preguntándose si todo había sido un sueño. Pero junto a ella había un libro y una nota escrita con la caligrafía más hermosa que había visto: "Mucho gusto, soy Leónidas y sí, soy real."
Morphides no había dejado de pensar en todo lo ocurrido la noche anterior: el león y luego el príncipe. Como era muy generosa, tomó algo de carne y fue al bosque para dejarla sobre la roca donde había estado antes. Esta vez, no se perdería, ya que ató una cinta en árboles equidistantes para poder regresar. Se escondió detrás de un arbusto, esperando ver al león, pero se quedó dormida. Al despertar, la carne ya no estaba allí. Estaba cayendo la noche cuando una mariposa azul se posó sobre su hombro. La mariposa comenzó a volar, y Morphides la siguió hasta el castillo. Allí estaba él, esperándola en la entrada.
Esa noche conversaron más que la anterior. Él la hacía reír y ella disfrutaba de su compañía, feliz al ver que él también se alegraba al verla feliz. A la mañana siguiente, Morphides despertó en su cama, como siempre, con un libro y una nota junto a ella: "Mucho gusto, soy Leónidas y sí, soy real."