Rulfo Basurto caminaba por la calle empedrada que llevaba al viejo monasterio del pueblo de San Basilio, en lo alto de una pequeña montaña. Hacía décadas que no visitaba su pueblo natal, que no veía aquel castillo en donde pasó gran parte de su niñez y adolescencia.
Al fin de media hora, alcanzó su objetivo. Estaba en la plaza principal, con sus mesas de hierro forjado, pintadas de blanco, sombrillas cubriendo a los turistas que charlaban mientras consumían los alimentos que se vendían en las tiendas y puestos afuera del castillo.
¡Estaba todo tan cambiado! La última vez que pisó ese lugar aún era un monasterio. Su madre había muerto cuando él era muy pequeño y fue criado en aquel lugar por su tío Ernesto, un monje al que siempre vio como figura paterna. Recordaba aquellos años en esa extensa explanada, jugando con Viviana, la hija de la secretaria del vicario, siempre imaginando aquel lugar como un castillo medieval, rodeado de dragones, caballeros, unicornios y pegasos que sólo vivían en sus mentes.
Volteó a ver a una mujer que leía un libro en una banca cercana. Su cabello cano estaba recogido en una trenza sobre su nuca, llevaba un sombrero de paja y un vestido blanco, con sandalias a juego. La mujer sintió la mirada y volteó a verlo. Las arrugas de ella no eran tan marcadas, y aunque sus labios se habían adelgazado y sus ojos cansinos ya no tenían aquel brillo de juventud, él pudo reconocerla.
Ella quizá lo vio como a un turista más, perdió el interés en él y se volvió a concentrar en su libro. Rulfo se levantó y caminó hacia ella, observándola fijamente. Ella dejó de ver su libro.
―¿Puedo ayudarle en algo? ―dijo ella, un tanto molesta.
―Puedes ayudarme a vencer al dragón que ha secuestrado a la princesa, y el rey nos compensará con oro y joyas ―respondió él con una sonrisa.
―¿Lo… conozco? ―ella fruncía el entrecejo. Rulfo sólo amplió su sonrisa hasta que los ojos de ella se abrieron por completo―. ¿Rulfo? ¿Rulfo Basurto? ―Viviana se levantó de su silla, dejando su libro sobre la mesa―. ¡Por todos los cielos! ¡No te reconocí!
―¿Tanto me ha deformado la vejez? ―preguntó él, abrazándola.
―¡Han pasado tantos años! ―exclamó Viviana―. Lo último que supe de ti es que te habías graduado como médico.
―De eso tiene más de medio siglo ―dijo Rulfo, acomodando la silla para que ella se sentara―, tenía treinta cuando terminé al fin mi especialidad.
―Sí. Neurólogo, ¿no es así? ―Viviana sonreía―. Fue lo último que supe, después de que tu tío murió, nadie tuvo más noticias de ti.
―Regresé a San Basilio un año después de su muerte. Ese día encontré a tu madre y me contó que te habías casado y que te habías ido a vivir al puerto. Por un momento dudé en visitarte, pero no quise ser inoportuno.
―Viví treinta y dos años de feliz matrimonio, pero él enfermó del corazón ―Viviana suspiró―. Cuando falleció vendí mi casa y me compré un pequeño apartamento aquí en San Basilio. Mis dos hijos viven en Ciudad Victoria, los veo poco. Pero disfruto de la tranquilidad de este pueblo, así que no pretendo mudarme. ¿Qué hay de ti?
―Me casé a los treinta y cuatro, pero no duramos mucho ―comentó Rulfo―. Ella también era médica, pasábamos demasiado tiempo en guardias y coincidíamos poco en casa, así que el distanciamiento enfrío el cariño hasta que decidimos separarnos. Tengo un hijo y dos hijas. Los tres se fueron con su madre y se acostumbraron a no frecuentarme.
―Ya veo. Pero a todo esto, ¿qué te trae a San Basilio?
―Simples vacaciones ―dijo él―, el agente de viajes me recomendó venir aquí y ver la última tétrada desde el monasterio. Pues… nunca estuve en San Basilio como visitante, y a mi edad, quizá sea la primera y última vez que venga como turista. Justo ahora pensaba ir a comer, ¿gustas acompañarme?
―Te agradezco, pero yo acabo de hacer lo propio. Sin embargo, ¿podríamos vernos justo aquí cuando termines?
Viviana se quedó sentada, leyendo, mientras su viejo amigo se iba en busca de algún restaurante.
En ese momento, escuchó a la gente que se arremolinaba hacia el mirador, señalando algo a lo lejos. La curiosidad le ganó y fue a ver qué es lo que pasaba.
―¡Qué extraño remolino se ha formado en el océano! ― escuchaba exclamar a la gente.
Sintió que su corazón se paralizaba entre el miedo y la emoción. En efecto, había un remolino enorme en el mar y, justo cuando se acercó al mirador, una hermosa criatura con forma de plesiosaurio pero con piel completamente nacarada y brillante, emergió del remolino, se quedó en el aire un par de segundos y volvió a caer, perdiéndose en el agujero marino.
―¿Qué criatura fue esa? ―preguntó Viviana, alarmada.
―¿Cuál criatura? ―preguntó un hombre a su lado.
―Esa… la que salió del remolino.
―Yo no vi salir nada.
―¿Qué pasó? ―preguntó una mujer.
―La señora dice que vio una criatura en el remolino.
―¿En verdad?
La gente se interesó tanto que comenzaron a subir a la barda del mirador para ver mejor, pero, por lo que escuchaba, nadie había visto a aquella criatura más que ella misma.
Entonces, entre las piernas de las personas que estaban sobre la barda, vio a alguien que caminaba sobre el agua. Con tantas piernas estorbando no podía ver bien, pero juraba que esa persona se paró a un lado del remolino y el agujero desapareció por completo.
Cuando la gente al fin se dispersó, Viviana ya no vio nada, ni el remolino, ni la criatura ni tampoco la persona que juraba haber visto caminando sobre el agua.
―¿En verdad no vieron nada más que el remolino? ―preguntó a un turista. Él negó con la cabeza―. ¡Genial! ―se dijo a sí misma―, mi vejez ya es tanta que ya empezaron las alucinaciones.
Rulfo, por su lado, se encaminó a una pequeña plaza cercana al convento y entró a un local donde vendían mariscos frescos. Ordenó un coctel de camarón y observó pacíficamente la plaza, con toda esa gente yendo y viniendo, recordando lo pacífico y solitario que era ese lugar cuando aquello era un monasterio.