Rulfo y Viviana se encontraron de nueva cuenta en la explanada, saludándose con una amplia sonrisa.
―¿Quieres entrar al castillo? ―preguntó Viviana―. Temo que ya no podremos hurgar entre todos los recovecos como lo hacíamos de niños, pero siempre es agradable recordar.
Mientras se encaminaban al castillo, Rulfo sintió una mirada. Un hombre vestido de negro, recargado sobre una de las columnas, los observaba atentamente con un diario en las manos.
Viviana notó a dónde se dirigía la mirada de su viejo amigo. Fue un vistazo breve, un grupo de personas salieron del castillo dejando a aquel hombre fuera de la vista, y en cuanto pasaron, el hombre ya no estaba.
―Juraría que vi a mi agente de viajes ―comentó Rulfo, frunciendo el entrecejo.
―¿El hombre que leía el diario? ―preguntó Viviana―, es raro, a mí me pareció el agente de bienes raíces que me vendió mi actual apartamento.
Ambos encogieron los hombros y continuaron su camino hacia el castillo que recientemente había sido convertido en un museo.
Ya no era lo que él conoció. Su mente aún esperaba ver las largas mesas de madera apolillada donde comía con los monjes, o la cocina tapizada con mosaicos de talavera vieja y rota y su estufa de leños al centro. Era tal su nostalgia que incluso extrañó las eternas telarañas en las paredes, producto de que el vicario respetaba la vida de hasta del ser más diminuto y les prohibía a los monjes matar un solo insecto.
Sintió una combinación de vacío y tristeza al ver el lugar donde solían comer ahora convertido en una sala de museo, lleno de carruajes antiguos, vitrinas con vestidos y uniformes raídos, reliquias de la época de la conquista y algunos escritos, todo entre paredes recientemente resanadas y pisos de losa, perfectamente pulidos.
―Ya no es lo mismo, ¿verdad? ―dijo Viviana.
―Vaya que no lo es ―suspiró Rulfo―, antes era tan cálido. Era viejo y maltratado, pero no importa lo bien que se vean esos muros blancos. Ahora es frío.
―Espera, te mostraré algo que te animará.
Caminaron hasta el fondo del primer piso, tras un largo pasillo que los llevó a una habitación abierta. Los ojos de Rulfo se llenaron de lágrimas.
―¡La oficina del vicario! ―exclamó.
Todo en esa oficina se conservaba tal cual lo tenía en su memoria. Muebles viejos y apolillados, su vieja vitrina llena de libros, su escritorio cubierto por un mantel de canutillo y encima, una antiquísima máquina de escribir.
No había nada que les impidiera entrar. Rulfo se acercó a ver la máquina de escribir. El poliéster que cubría las teclas ya era color ámbar de tantos años que tenía. No pudo resistir la tentación de presionar dos de aquellas apretadas teclas.
―De toda mi vida recuerdo al vicario muy viejo ―dijo Rulfo―. ¡Ciento veintitrés años! Era todo un Matusalén. ¿Sabes si se permite leer sus libros?
―No. ―Viviana negó con la cabeza―. Varias veces he preguntado a recepcionistas, encargados y hasta al mismo director, pero de todos recibo la misma respuesta: aquí no hay libros. ―Ella rio―. Y no lo admiten, a pesar de que los libros están aquí, a la vista de todos. Lástima que estén bajo llave, o ya hubiera tomado algunos.
―Siempre me dio curiosidad por saber qué tanto escribía y leía ―dijo Rulfo acariciando el cristal de una de las vitrinas―. Aún recuerdo cuando murió. Yo tenía sólo once años. Se había pescado un resfriado y yo fui a su habitación para llevarle el desayuno. Él me lo agradeció, sonriente como siempre. Me platicó uno de sus tantos cuentos sobre magos y seres fantásticos… Yo en seguida fui a buscarte para hacer un nuevo juego con esa historia…
―Para cuando regresamos a levantar sus trastes sucios ―dijo Viviana con nostalgia―, él ya se había ido. Estaba recostado, con una sonrisa tan pacífica en su rostro que pensé que dormía. Simplemente no podía creer que no despertó más.
―Ver este lugar intacto compensa todo el gasto y cansancio de este viaje. Ven, quiero ir a la terraza.
Rulfo y Viviana caminaron hasta la parte posterior del castillo. Una terraza cubierta por la sombra del castillo albergaba a algunas personas que observaban las olas de mar romperse metros abajo, en un acantilado. Algunos charlando, otros tomándose fotografías.
Viviana y Rulfo se sentaron sobre la pequeña barda, observando las lanchas que se perdían en lontananza.
―¿Recuerdas cómo solíamos hacer rapel en este acantilado? ―preguntó él.
―¡Vaya que si lo recuerdo! Y pronto dejó de ser un reto.
―Por lo que decidimos escalar las paredes del castillo para llegar a las almenas.
―He visto en series y documentales sobre el rapel ―dijo Viviana, burlona―. Toda esa gente equipada con picos, sogas, zapatos llenos de clavos… ¡Y nosotros a mano limpia, sin experiencia sin equipo alguno, arriesgando nuestras vidas por aburrimiento!
―Sí. ―Rulfo rio―. Nuestros ángeles de la guarda debían terminar exhaustos al final del día.
―De nosotros aprendí que jamás debes dejar a un chico sin supervisión por mucho tiempo ―comentó Viviana, divertida―. ¡Qué aventuras…! ¿Qué pasa? ―Viviana se interrumpió a sí misma al ver a Rulfo mirando una ventana bajo la almena, con el entrecejo fruncido.
―Alguien nos observaba desde aquella ventana.
―¿Estás seguro? ―Viviana también frunció el ceño―. Recuerdo esa habitación. No tenía puerta de entrada, la única forma en que pudimos entrar en ella fue escalando por los muros.
―Quizá fue una alucinación ―dijo Rulfo―. Pasé tantos años viviendo en la fría Toluca, que ya no estoy acostumbrado a este clima tropical.
Desde aquella ventana, dos personas observaban a los ancianos que continuaron charlando en la terraza.
―Es el momento, es la última tétrada. No habrá otra oportunidad.
―¿Ha llegado Soledad?
―Ya, está con Durs e Imamú, preparando todo para el aquelarre.
―Bien. Ese anciano fue difícil de convencer. Se negaba rotundamente a venir a San Basilio.