El libro de Thot

El aquelarre

Rulfo y Viviana se retiraron a descansar, no sin antes citarse para estar en el monasterio a las dos de la mañana del día siguiente para ver juntos el fenómeno astronómico de la luna roja.

Era la una treinta de la mañana y las calles estaban tan llenas como si fuera medio día. Rulfo y Viviana se encontraron en el camino al monasterio.

La plaza exterior estaba tan abarrotada de gente que era difícil caminar. Se quedaron sentados en la valla. A un lado de ellos estaba una adolescente de piel oscura y cabello rizado, abanicándose.

―Vaya tumulto, ¿verdad? ―dijo la chica.

―Sí, en mis épocas de niñez nunca hubiera imaginado ver tanta gente en el monasterio ―respondió Viviana.

―¿Vivió su niñez en San Basilio?

―De hecho, en el monasterio ―intervino Rulfo―. Ambos vivimos aquí hasta los quince, aproximadamente.

―Deben conocer muy bien el castillo.

―¡Vaya que sí lo conocemos! ―dijo Viviana con una sonrisa.

―Entonces, ustedes deben saber… ―La joven volteó a ver que no hubiera nadie demasiado cerca y habló en susurros―. ¿Saben algo de un pasaje que sale a una cueva, en el risco?

―Ah sí, el túnel ―dijo Rulfo―. Era un pasaje que daba a la torre este, pero sé que quedó tapiado después de un terremoto hace cincuenta años.

―No más. Lo han abierto de nuevo ―dijo la chica con una sonrisa pícara.

―¿Lo abrieron?, ¿cómo lo sabe? ―preguntó Viviana con interés.

―Mi primo Neruana me lo contó, pero no sé exactamente dónde está esa cueva. ―La adolescente volvió a sonreír de forma pícara―. Sé que colocaron una reja, pero ahora está sin candado.

Rulfo y Viviana intercambiaron miradas. Hacía años que solían hacer travesuras en ese lugar, colándose hasta en el rincón más oculto del castillo. Un dejo de aquellos recuerdos les invadió de rebeldía.

―Sé cómo llegar ―dijo Rulfo―, sígame.

Se encaminaron por detrás del castillo, yendo por el risco a un lado del mar, por un sendero lo suficientemente ancho para caminar sin problema. Siguieron por entre palmeras y arena hasta llegar a una cueva oscura con una reja oxidada.

La mujer sacó una lámpara de su bolso e iluminó el camino cueva dentro.

―Son casi las dos ―dijo Rulfo mirando su reloj―, el eclipse ya casi está en su punto cumbre.

―Ya llegamos ―dijo Viviana señalando una puerta―. Podremos salir a una de las terrazas del último piso para...

Rulfo abrió la puerta y fue como si le quitaran el suelo, yendo hacia el vacío en plena oscuridad, escuchando sólo el grito de Viviana. Ambos cayeron aparatosamente, uno encima del otro.

―¿Qué diablos…?

En ese momento se encendió una luz rojiza, pero no era una luz artificial, era más bien un orificio que se abría en el techo, dejando entrar la luz de la luna roja. Se escuchaban voces, recitando algo en un lenguaje que desconocían. Se encendieron seis velas a su alrededor, cada una sostenida por una persona: tres hombres y tres mujeres que les rodeaban.

―¿Qué es esto? ―preguntó Viviana, asustada.

Antes de que se pudieran incorporar, una llama creció alrededor de ellos, devorándoles por completo. Por inercia se abrazaron, gritando de terror.

Las voces se hicieron más fuertes y la luz de la luna se intensificó. Todo duró sólo unos segundos, la flama se extinguió y en el centro de la sala sólo quedaron dos niños pequeños abrazados, con los ojos fuertemente apretados.

Rulfo abrió los ojos lentamente, separándose de la personita que abrazaba. Se encendieron las luces y entonces vio que frente a él estaba una niña de alrededor de cuatro años, una niña que no veía desde hacía décadas.

―¿Viviana? ―dijo con voz delgada.

―¿Pero ¿qué…?

Ambos voltearon a verse a sí mismos. La ropa les quedaba tremendamente holgada, su piel había vuelto a ser tersa y sus rostros lozanos y rosados.

―El aquelarre se ha concluido ―dijo uno de los que lo rodeaban, quitando una capucha de su cabeza―. Los dos nuevos hechiceros han nacido.

Minutos después, los dos niños estaban sentados en el sofá de una sala casi vacía. Una mujer de aspecto hindú de unos cincuenta años les dio dos tazas con infusión de flores.

―Tómenlo ―les dijo―, les ayudará a calmar sus nervios.

―¿Qué es lo que pasó aquí? ―preguntó Rulfo.

―Han sido elegidos. ―Un hombre barbado de pelo color cobre se sentó a un lado de ellos―. Mi nombre es Kenneth ―dijo extendiéndoles la mano.

―Usted… ―Viviana le señaló con el entrecejo fruncido―… usted era el agente de bienes raíces que me vendió el departamento donde ahora vivo.

―¿Qué? ―gruñó Rulfo―. ¡Pero si es mi agente de viajes!

―Tenía que hacerlos llegar aquí, justo para este día ―dijo Kenneth―. Ya les explicaremos todo, pero por ahora los presento. Ella es Soledad ―dijo señalando a la adolescente que los ayudó a entrar en la cueva. Luego señaló a la mujer hindú y a un hombre rubio de ojos azules de unos veinte años―, ellos son Agastya y Durs.

―Él es Neruana. ―Soledad señaló a un mal encarado adolescente de aspecto esquimal.

―Y yo soy Imamú. ―Una mujer de piel oscura de unos setenta años se acercó poniendo una silla frente a ellos―. Africana. Hoy en día, la segunda hechicera más vieja del mundo.

―¿Hechicera? ―exclamó Viviana, incrédula.

―¿De qué se trata todo esto? ―reclamó Rulfo.

―Hace años conocieron al que en ese entonces era el más viejo hechicero ―dijo Imamú―: Ikal. Ustedes lo conocieron, ¿no es así?

―¿El vicario? ―exclamaron ambos a la par.

―Les diría que no les creo una sola palabra, pero… ―Rulfo estiró sus brazos, como mostrándose a sí mismo.

―Les explicaré lo más importante por el momento ―dijo Soledad―. Todo ser humano tiene poderes mágicos ocultos. Estos pueden emerger sólo ante un ritual realizado ante la luz de la luna roja. Comprenderán que por ser un fenómeno astronómico que tarda siglos, pocos pueden ser elegidos.




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