Viviana y Rulfo durmieron y despertaron dentro del castillo, en una vieja recámara en una de las torres. Todo aquello aún parecía demasiado irreal. Si no se hubieran visto en el espejo con esa fisonomía infantil, habrían creído que todo fue un sueño. Kenneth entró con ellos, llevando el desayuno.
―Bien, necesitamos estar de incógnitos ―dijo Kenneth―, así que les explicaré cómo serán las cosas por acá. Se supone que soy un curador, estoy trabajando en este museo de tiempo completo. Recientemente me inventé la historia de que una hermana mía falleció y que quedé a cargo de sus hijos: ustedes dos. Así que vivirán conmigo.
―De nuevo un huérfano cuidado por su tío ―se burló Viviana.
―Al menos será algo familiar para mí ―dijo Rulfo con una sonrisa.
―Imamú es la subdirectora de arqueología del museo y se supone que Soledad es su hija y Neruana su sobrino, que además hace servicio social aquí ―continuó explicando Kenneth―. Durs recientemente fue contratado como guardia de seguridad y Agastya es colaboradora del Instituto Nacional de Antropología e Historia, el INAH. Así no levantaremos sospechas.
―¿Quién puede sospechar de algo malo? ―preguntó Rulfo.
―La gente puede tomar a mal que estemos metiéndonos en un museo sin razón aparente ―dijo Kenneth―. Además de que somos acosados constantemente por un sujeto llamado Tomás. Es también un hechicero. No es nigromante, pero nos da muchos problemas. Siglo tras siglo, Agastya le tiene que lanzar hechizos que le hacen perder parte de sus recuerdos. Él sabe que nos busca, pero ya no recuerda ni quiénes somos ni porqué nos está buscando.
―¿Hace un par de siglos? ―exclamó Viviana, asombrada―, ¿pues cuántos años tiene Agastya?
―Es la tercera más grande de todos nosotros ―dijo Kenneth tranquilamente―. Alrededor de siete milenios.
―¿Siete milenios? ―gritaron a la par.
―Sí, se conserva joven ―dijo Kenneth con una sonrisa―. Imamú es la segunda mayor. Nueve milenios, aproximadamente.
―Entonces, ¿cuántos años tenía el vicario cuando murió? ―preguntó Rulfo.
―Él mismo había perdido la cuenta. ―Kenneth encogió los hombros―. Por las cosas que nos contaba, vivió en plena era de hielo.
―Y ¿de qué murió? ―preguntó Viviana.
―Vejez. ―Kenneth sonrió al ver sus caras de escepticismo ―Sí, incluso nosotros podemos morir de vejez.
―¿Cuántos años tienes tú? ―preguntó Rulfo.
―Tres mil trescientos veintiocho ―respondió Kenneth―. Soy de la cuna de la cultura celta, nací en lo que hoy se conoce como Edimburgo.
―¿Entonces nosotros vamos a vivir milenios también? ―preguntó Rulfo.
―Quizá. Pero no deben confiarse. Si bien las enfermedades y accidentes comunes no nos hacen daño, podemos sucumbir a un ataque directo, ya sea de las armas humanas, pero, sobre todo, de otro hechicero.
―¡Vaya!, esto es demasiado para mí. ―Viviana se recargó en la pared, asombrada―¿Quiere decir que veré morir a toda mi familia?
―Temo que sí. Pero para este momento, Vivi, tu familia debe estar recibiendo la noticia de tu muerte. Lo siento, pero es necesario que ellos crean que ustedes han muerto.
―¿Qué? ¡Ni siquiera me dejaron despedirme! ―reclamó Viviana, sin aliento.
―Pocas personas se pueden dar el lujo de despedirse. ―Kenneth le apretó el hombro―. Pero confía en mí, en pocas semanas eso dejará de ser importante para ti. Tu familia y viejos amigos sólo serán un recuerdo vago, importante, pero no doloroso.
―¿Ahora qué vamos a hacer con estas nuevas vidas? ―preguntó Rulfo.
―Primero y, antes que nada, tienen que leerse esto para que entiendan nuestra historia.
Les entregó un libro pequeño de pasta de piel raída y hojas amarillentas de papiro, prometiendo que en él aprenderían lo básico. Después de leerlo debían acudir a la vieja oficina del vicario. Ambos niños asintieron suspirando, resignados.
El libro explicaba de forma clara las primeras preguntas que se les vinieron a la mente. Era un misterio quién fue el primer hechicero, cuándo surgió y cómo supo que sólo durante la tétrada puede nombrar nuevos hechiceros. Y aunque se sabía que hubo hechiceros mucho más antiguos, no hubo nada escrito hasta la era de los Uruk, en la antigua Mesopotamia.
El primer escrito fue hecho por un hechicero llamado Gilgamesh, un hombre que nació en algún lugar de Eurasia por el milenio octavo antes de Cristo. Su único registro en la historia del hombre fue en el tres mil antes de Cristo, cuando se convirtió en rey de los sumerios, y después volvió al anonimato.
La segunda en mencionarse era Shubad, una mujer del medio oriente que fue la que, junto con Gilgamesh, escribieron el libro sagrado de Thot, asesorados por un misterioso mago de nombre Ziusudra. Ella murió a manos de un nigromante que intentó robarle el libro. Después pasó a manos de un mago egipcio que lo usó para ayudar a los humanos. Pero cuando vio que los faraones comenzaron a ambicionar ese conocimiento, se fue hacia América con el libro.
El último en ser nombrado guardián del libro fue el nibelungo Shilbung. Fue él quien lo ocultó en un submundo y murió poco después de eso.
En el resto del libro se hablaba de breves biografías de otros hechiceros, todos ellos ya fallecidos, y de algunos otros artilugios mágicos que también eran protegidos con el fin de evitar que cayeran en manos de los nigromantes.
Habiendo terminado el libro, bajaron a la vieja oficina del vicario. Ahí estaba Imamú con un extraño objeto. Eran una serie de hexagramas concéntricos de cristal que giraban sobre una base de madera.
―¿Ya pudieron digerir lo que les está pasando? ―preguntó Imamú.
―¿Qué otra nos queda? ―dijo Rulfo en tono de reclamo.
―No se preocupen, parte de los beneficios de regresar a la niñez es que todo vuelve a ser como antes, y los niños se adaptan fácilmente a cualquier cambio. ―Imamú les señaló el objeto―. Acérquense. Este es el sello de la verdad, fue creado por Shilbung. Es un encriptado que permite encontrar portales hacia submundos. Lo usaremos junto con todo esto ―señaló los libros en la vitrina―, y lo que está aquí ―ahora señaló las cabezas de los niños―, para encontrar el libro de Thot.