El libro de Thot

Orabiel, el mundo de la neblina

Rulfo y Viviana caminaron hacia un planeta azul con una enorme isla flotando en su centro. Apenas sus manos tocaron la esfera, fueron absorbidos de inmediato.

Cayeron de cuclillas en un valle con vegetación verde intenso. En la llanura, pastaban ciervos de cuernos y pezuñas metálicos. Viviana consultó de inmediato su bestiario.

―Ciervas cerinias, no son peligrosas. Sólo son muy veloces.

―En ese caso creo que lo mejor es comenzar a buscar, pero ¿en dónde? ―preguntó Rulfo. Viviana volteó a todos lados y encogió los hombros.

Ambos emprendieron la marcha eligiendo un camino al azar. Avanzaron por algunos minutos cuando notaron que llegaban a una playa. Algunos kilómetros más adelante se veían varias islas.

―Las islas ―dijo Viviana caminando hacia la playa―. ¿Serán esas las islas que…?

Pero Rulfo la detuvo por la mano, justo a tiempo para evitar que su pie pisara hacia la nada. Viviana jadeaba al momento que veía que lo que pensó que era agua, no era nada más que el reflejo de un mar que estaba kilómetros abajo.

―Islas flotantes ―dijo Rulfo―, en efecto.

―¿Ahora qué?

Rulfo evaluó los alrededores. Sus ojos se postraron en una isla más grande que flotaba por encima de las demás.

―La isla mayor ―dijo Viviana notando también esa isla―, ¿y ahora cómo llegamos allá?

―¿No es lindo que nos lancen a una misión con armas, pero sin vehículos y ni un maldito mapa? ―gruñó Rulfo con sarcasmo.

―Apenas comenzamos y ya quiero renunciar ―se quejó Viviana―. Pues… creo que lo mejor será buscar cómo llegar a esta isla. Quizá haya alguna puerta secreta o algo por el estilo.

Emprendieron la marcha entre una jungla no muy espesa. Viviana se pegaba cada vez más a Rulfo conforme caminaban. A cada paso que daban, aparecían criaturas por de más extrañas: pequeños seres humanoides que corrían saliendo y entrando de agujeros, aves hechas como de oro que brillaban con la luz del sol, cerdos con cuerpos de serpiente y un sinfín de hadas revoloteando entre los árboles.

―Justo antes de la tétrada, vi una criatura de estas en la avenida ―Rulfo señaló a un ser diminuto vestido con hojas secas―, el muy truhan se robó una moneda. ¿Sabes qué son?

―Chaneques… aunque también hay alicantos y hadas ―Viviana hablaba mientras revisaba el bestiario―, todos ellos inofensivos. Ese cerdo-serpiente no es peligroso, pero su chillido anuncia la muerte. Al menos no ha salido ningún… ¡Rulfo, mira eso! ―Viviana se separó de él cuando llegaron a un claro en donde pastaban caballos alados.

―¡Pegasos! ―exclamó Rulfo―. Esos los reconozco aun sin revisar el bestiario.

―Pero hay que verificar… ―dijo Viviana revisando el libro―. Espera… mansos… dóciles… ¡Sí!, podemos montarlos. Ellos nos servirán para llegar a la isla mayor.

Ambos se acercaron lentamente a los pegasos, los cuales voltearon a verlos y sin interés, volvieron a su pastura. Viviana fue la primera en acercarse del todo a un potrillo de pelaje blanco y alas, crin y cola color vainilla. El pequeño animal se acercó a ella, dejando que acariciara su hocico. Rulfo se acercó a uno un poco más grande, blanco con alas, crin y cola negra. Montaron con cuidado, pero los pegasos no hicieron movimiento alguno.

―¿Ahora qué? ―preguntó Rulfo. Viviana abrió de nuevo el bestiario.

―Ahora… sólo debemos señalarles el camino y ellos… ―diciendo esto, Viviana señaló hacia un punto en el cielo. Tuvo que aferrarse con fuerza cuando el pequeño caballo comenzó a galopar, extendiendo sus alas.

―¡Sostente! ―Rulfo se agarró de la crin de su Pegaso y señaló hacia Viviana.

Ambos caballos emprendieron el vuelo permitiendo ver a los chicos lo maravilloso de aquel mundo. Eran centenares de islas, cada una con vegetación y fauna diversa, todas flotando a cientos de metros por encima de un mar azul zafiro. Desde lo alto podían ver manadas de unicornios, serpientes coloridas flotando por encima de los árboles, mariposas gigantes con cuerpos humanos. Era aún más de lo que hubiesen podido imaginar. Subieron por encima de la isla más grande, en cuyo centro sobresalía un gran risco dorado que reflejaba la luz del sol.

Aterrizaron en un claro cercano a la orilla. En esa isla la selva era muy espesa por lo que tuvieron que dejar los pegasos y continuar a pie. Se escuchaban ruidos extraños, como gorgoteos. Caminaron muy sigilosamente hasta llegar a una hondonada, en donde había decenas de criaturas del tamaño de un niño, con cuerpos humanoides, cabezas similares a las de un mosquito, alas de murciélago y garras afiladas. Viviana ahogó un grito, tomando de inmediato el bestiario.

―Son estirges ―dijo en voz baja―, chupasangres, son mortales.

―Debemos ir en silencio ―susurró Rulfo―, pero antes tenemos que decidir qué arma usar en caso de que nos vean. Yo usaría el indraastra. Podemos usarla cuantas veces sea necesario.

―Pero los árboles pueden ser un obstáculo. Me iría más por el asurastra

―No lo sé ―Rulfo chasqueó la lengua―, no estoy seguro si el asurastra será peligroso para otras criaturas.

―Pues quizá…

Pero mientras caminaba, Viviana pisó una roca suelta que cayó hacia la hondonada. Las estirges se levantaron de inmediato, dirigiendo sus miradas hacia ellos. Las criaturas levantaron el vuelo entre zumbidos ensordecedores.

―¡Corre!

―Rulfo, saca las gemas ―chilló Viviana―. ¡Debemos atacar!

Rulfo sacó de su bolsa una gema color morado. Mientras corrían entre los árboles, lanzó la gema al aire, sacó la varita y apuntó hacia la gema y lanzó una ráfaga de luz. Un relámpago salió de la gema hacia arriba. Una nube morada cubrió de inmediato el cielo y una lluvia de flechas cayó silbando por el aire.

Algunas de las estirges fueron heridas por las flechas, cayendo de bruces en el suelo, pero la mayoría de las flechas se clavaron en los troncos de los árboles.

La gema voló de vuelta a las manos de Rulfo.




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