El libro de Thot

El rey tigre

Eran las doce de la noche en punto. Durs, Kenneth, Imamú y Agastya estaban encima de la almena norte, tomados de las manos. En medio de ellos flotaban los cuatro talismanes, emanando energías, roja saliendo del fuego, azul del agua, verde de la tierra y blanca del aire, en halos que se trenzaban creando una columna.

El halo de energía creció hasta formar una rosa de vientos traslúcida encima de ellos. Sin soltarse, los cuatro flotaron hacia la energía.

En segundos se encontraron encima de una enorme plataforma de cristal con la forma de la rosa de vientos, que flotaba muy alto en el cielo. En los puntos cardinales estaban sentados los Balames, cuatro ancianos mayas con piel de jaguar que fumaban dejando salir chispas de colores.

―Hace mucho que ningún mago venía a este umbral ―dijo el del sur, lanzando una colilla de cigarro que bajó hacia la tierra como una estrella fugaz.

―Les hemos observado ―dijo el del este―, sabemos a lo que han venido. Entrarán a uno de los deis más sagrados, pero también muy peligroso.

―Lo sabemos ―dijo Imamú―. Pero es necesario arriesgarnos.

―¿Traen los tributos?

―Están justo aquí

―Durs tomó su varita e hizo flotar las cuatro esferas, una a cada uno de los balames.

Los ancianos se levantaron sosteniendo las esferas en alto. Del centro de la rosa de vientos se abrió un agujero que tragó a los magos hacia su interior.

Flotaron hasta una ciudad hecha completamente de colorido cristal, con un cielo morado intenso, lleno de estrellas. Emprendieron el camino por la avenida principal, un sendero hecho de diamante que llegaba a un castillo de rubí. En la escalera, esperaba una comitiva de tigres humanoides vestidos con túnicas.

―Los raksashas ―comentó Durs―. Ellos deben ser los guardianes del libro.

―Fue sabio de su parte ―dijo Agastya―, no son muy confiables, pero sí aguerridos. Deben proteger el libro celosamente, pero al mismo tiempo, ningún nigromante pensaría que se les confiaría a ellos un tesoro tan valioso.

Un tigre vestido con un colorido traje con bordados de oro y una corona sobre su cabeza se acercó a ellos.

―Gran señor Rávana ―dijo Imamú haciendo una reverencia―, es un honor conocerle personalmente.

―El honor es mío ―el rey de los Raksashas hizo por igual una reverencia―. Mucho debemos a los hechiceros humanos, y su visita siempre es una buena nueva. ¿Han venido por nuevas gemas para sus varitas mágicas?

―No, hace siglos que tenemos suficientes gemas. Hemos venido a pedir su ayuda en algo más valioso ―dijo Kenneth―. Una reliquia sagrada para nosotros los magos.

―El libro de Thot. Sí, síganme, por favor. Los llevaré a la sala donde su reliquia está protegida.

Los magos fueron conducidos hasta el tercer piso del castillo. Entraron a una sala grande con una vitrina encima de un pedestal donde, flotaba un libro muy antiguo, custodiado por guardias armados. El rey dio dos palmadas y cuatro columnas crecieron a los alrededores.

―Sus instrumentos de magia son los que abrirán la vitrina ―dijo el rey―, hagan el favor de colocarlos sobre las columnas.

Los magos sacaron báculos y varitas y los colocaron encima de las columnas. Una sonrisa maligna se dibujó en el rostro de Rávana.

―La señora Baba Yagá estará complacida ―dijo el Rey―, al fin podrá ser liberada junto con sus aliados.

―¡Son cómplices de los nigromantes!

Imamú logró reaccionar a tiempo lanzando un flujo de energía sobre su báculo.

Los guardias apuntaron con sables a los magos, de cuya hoja emergió una energía color azul que los rodeó, atándolos como si fueran sogas, pero no lo lograron a tiempo, el báculo de Imamú salió volando hacia fuera del castillo, evitando que la vitrina se abriera.

―¡No! ―rugió una voz gutural.

Una sombra fue creciendo en el centro, haciéndose cada vez más visible hasta quedar un hombre muy alto, barbado, en medio de ellos.

―¿Grigori? ―preguntó Imamú, asombrada.

―Así es, mi querida maestra. Grigori Rasputín no pudo ser asesinado del todo por ustedes.

 

 

. . .

Los niños continuaban en la mazmorra con Soledad y Neruana cuando un objeto entró volando por la puerta.

―¿El báculo de Imamú? ―exclamó Soledad, confundida al ver el báculo cayendo en medio de la mazmorra

―¿Por qué…? ―El semblante de Neruana cambió drásticamente al tomar el báculo―. ¡Demonios! ¡Es el vuelo de protección!

―¿El qué? ―preguntó Rulfo

―El vuelo de protección ―dijo Soledad, preocupada ―, un hechizo que hace a nuestras armas mágicas huir para evitar que sean usadas con fines malignos. Eso quiere decir que sucedió algo malo. Neruana, tenemos que tratar de comunicarnos con ellos.

Neruana hizo una floritura con su varita. De un estante salió una bola de cristal que quedó flotando frente a él. Soledad se acercó y pasó sus manos por encima de la bola, en cuyo interior emergía un humo blanquecino.

―Espíritus de luz, lleven mi mensaje, encuentren a los míos ―recitaba poniéndose en trance―. Si el peligro les acecha, y no responden al llamado, háganme saber cómo puedo llegar a ellos, y ponerlos a salvo.

Soledad repetía su invocación una y otra vez hasta que, en un destello, vieron a los cuatro magos, amagados por un grupo de raksashas.

―¡Herejes! ―en la entrada estaba Tomás, con los ojos desorbitados―, es a ustedes a quienes he estado buscando… ¡Hijos de Satán! ¡Usaré sus propias armas en su contra!

―¡No, Tomás!

Tomás tomó el báculo de Imamú e intentó lanzar un hechizo contra ellos. El báculo vibraba en sus manos cada vez más fuerte hasta que una ráfaga de energía estalló dejándolo inconsciente y lanzando a los demás por los aires. Mientras se reincorporaban, se escuchaba el sonido del cristal resquebrajándose lentamente. Neruana volteó a ver el espejo, consternado. Una grieta se formaba en él.




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