El libro envenenado

El libro envenenado

Hoy, igual que ayer, mi macuto viene repleto de mundologías. Emociones dentro de mí que extirpan de raíz cualquier mala praxis. Cúmulo de adversidades que en algún momento de la vida encapotaron la tranquilidad del que se sabe sufridor. Mas parecen haberse disipado razones y razonamientos a tales circunstancias. No soy el mejor ni aspiro a serlo así como tampoco la araña es consciente de su prisión de seda.

Soy tunante nombrado gentilhombre, mayúsculo despropósito tal hecho. Gobernante del gemido; bogando en aguas mansas tan ponzoñosas como turbias.

¡Mi macuto! A la espalda lo llevo, cargado de culpas y pesos asociados a una larga vida.

No obstante la noche y el día tienen cosas que callar y también sopesan lo suyo…

Juegos malabares de pocos minutos en el semáforo de la esquina. Somos testigos pero no dejamos moneda. Yo, sin ser el mejor gano y siendo el peor ¡vuelvo a vencer! ¡Con o sin divisa!

Atravieso el zaguán de mi casa, quedamente, pues no se hizo la prisa para personajes de pierna a pie cambiado. Con afán agarro un libro cualquiera, cosa inaudita para quien nunca ha leído, ni siquiera las líneas de su propia mano.

¡Ni ganas! Nada más leer el exordio lo arrojo por la ventana. Se rompen sus costuras, derramándose la tinta tal cual fuese sangre. En mi feudo los portones son macizos y, sin excepción, uno a uno cierran a la misma hora. Desagradecidos lectores pendencieros, se creen más listos que el hambre por ir pasando página tras página…

El libro se incorpora aturdido. Se abalanza sobre mí tratando de morderme. ¡Pobre insensato! El veneno que fluye por mi piel termina el trabajo. Cae pesadamente y entre espasmos fallece. Nada infunde sentido común cuando parlamentamos del menos común de los sentidos…

Todo cuanto me rodea cobra vida inesperadamente. Suspiro del bienaventurado sin más ventura que la desventura. ¡Ja! Me habla el polvo a ras del suelo y los gavilanes desde los tejados. Profieren juicio las mazorcas de maíz y los agujeros abiertos en los troncos de robles y alcornoques.

No pocas personas aclaman a gritos equidad bien entendida. Por otro lado este invisible mentado se hace el despistado... Semeja funcionar. Elevan sus manos al tiempo que caminan arrastrando los pies.

Todos contra mí, rodeando el libro inerte. Inmutables, pensativos y cabizbajos. Juraría que hasta lo echan de menos…

¡Venga, venid a por mí! No penséis que no lo aguardaba. La sorpresa tampoco cabe en mi macuto. ¡Cero lamentos! ¡Diez mil latigazos! Bien recibidos serán. Veo y escucho lo que nadie más puede hacer porque soy doble de la mitad del cero una vez pasado por el rallador. Bellaco entre divergentes y visionario cargado de adictivos alucinógenos.

¡Se retiran! Enmudecen. Quizás recapaciten. Se llevan al difunto con honores de caído en combate. Miradas ingratas. Compasión para cuando todo haya pasado e incontables lágrimas mucho antes de eso. Ojeadas colándose por las gruesas rendijas de la longevidad… ¡A esto hemos llegado! El último lloro brama: ¡Lárgate!...

Estoy solo, sin edulcorar pero sí rebozado en dislates. Reconocería a leguas cualquier discordia dentro de la soledad, al igual que vosotros, solitarios de pro.

Incomprensibles objetos inanimados permutan obstinados en demostrar existencia plena más allá del fin de la consciencia humana. Dos pupilas me ojean de soslayo; esponjosos árboles me acotan con sus alfileres por ramas. Un par de hechiceras han encendido un fuego. Posteriormente colocan un caldero de hierro sobre el trípode. No hay más leña, avivan las llamas, reparten porciones…

Hojas llevadas entre manos hacia el final del principio. Piedras rajadas y rocas desgastadas por lloviznas eternas. Alguien me vocea: ¡¡Lárgate!!...

Soy comadreja sin guarida y silencio roto en ese momento inoportuno donde la estupidez queda confirmada. Tediosa espera del que desespera y desesperanza de quien nada teme porque ha perdido todo en una noche de borrachera… ¡Incluidas las ganas de vivir!

¡Háblame! No temas hacerlo. No huyas del bastón de mando en el que se ha convertido mi dedo acusador. ¡Te hablo a ti! Objeto inanimado. ¡Exprésate! Sal del escondrijo que te oculta y ven a enfrentarme. Suéltame aquello que, ni entre susurros, te atreverás a repetirme… Haz lo que no has hecho jamás: ¡¡pecar!! Te lo digo yo: ¡En el cielo te aburrirás enormemente!

Polvo en el suelo, gavilanes en los tejados, mazorcas de maíz y agujeros en el tronco de robles y alcornoques. Oquedades al espacio servido; réquiem por cierto libro ensangrentado. Tú, emerge de entre las sombras pues es justa enfrenta batirse contra el cíclope bizco que te ha retado.

Mi veneno inyectado o por contacto administrado. ¡Nada temáis! Será rápido; una convulsión, algo de calor localizado y una última exhalación que os acercará a vuestras creencias…

¡Acuso! A quien me envenenó primero, amparado en la mutua confianza. ¡Acuso! Yacer inerte bajo dos metros de tierra milenaria, manchándose mi cara y mis elegantes vestiduras de caballero andante. Toque insípido en boca; paladar atrofiado y marcado retiro dilatado en el curso de los siglos…

¡Acuso! A mis ojos al haberse cerrado con tu última imagen en la retina; a mis manos por tratar de sujetarme y a las mazorcas de maíz por ahuyentar a los gavilanes. ¡Tenencia lícita para el resquemor! ¡Imputados!

¡No me señales! Libro maldito. El que nunca se sorprende cayó en la sorpresa. Mi expiración está próxima pero la vuestra será más evidente.

Veo lo que nadie ve: caballos sin cuerno en la testa, ladridos bajo el mar, sirenas bañándose en plasma solar y hojas, muchas hojas cargadas en manos que no bajan de diez dedos…

¡Fuera de aquí! No ha lugar a malhechores de nacimiento ni de formación. Entonces el libro defenestrado, sin dejar de señalarme, me grita: ¡Lárgate! ¡Pírate! Entendido. Si bien es tarde para este cuerdo sin cuerda que reposa en el reino del éxodo.




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