Sabía que había algo mal conmigo.
La primera vez que lo noté,
la pequeña niña estaba mirándome fijamente.
Esto ya había pasado antes,
pero no me di cuenta hasta que fui consciente,
de que ella me miraba con esa expresión vacía,
con sus ojos de un oscuro color dorado.
Se apartaba de mí como si estuviera jugando con el diablo.
Cuando quise darle un beso en la frente,
se apartó de mí incómoda y disgustada.
Entonces fruncí el ceño como tantas veces,
y me pregunté por qué nunca quería estar en mis brazos,
por qué hacía berrinches
cuando sentía acercarse mis pasos;
por qué sus padres ignoraban
que yo no le agradaba para nada.
No había caso,
Concluí que simplemente a los niños yo no les gustaba.
“Está bien”, pensé, aunque fuera hiriente.
“No me agradan los niños, los niños no me quieren”.
Cuando sus pequeños piecitos corrieron hacia la puerta, sonreí.
"Sí, es comprensible", repetí,
"tal vez lo mejor es que huyas y no te acerques a mí".
Yo sería una mala influencia, me sugerí.
Tal vez mis pensamientos negros y violentos...
No... tal vez mi aura tétrica y enfermiza...
le advertían a la pequeña niña
de mis perversidades más repulsivas,
y los niños pueden ver eso
como ven fantasmas en las esquinas.
Medité sobre eso por un momento,
después me di cuenta.
Una risa lúgubre salió de mí
mientras cerraba la puerta con violencia.
Golpeé mi frente con la palma de mi mano
y me eché sobre mi espalda en la cama de vuelta.
Fue algo espeluznante y fúnebre,
como el graznido de cuervos nocturnos,
como llantos y risas cada fin de semana.
Como risas de hienas
que devoran carroña en la sabana africana.
Una algarabía que me hizo doler las entrañas.
Una risa macabra que hizo a la niña llorar.
"¡Claro!" Me dije a mi misma,
con estas ideas que me mantenían despierta.
"¿Cómo podría quererme la niña,
si yo ya estoy muerta?"
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Editado: 14.09.2024