Fermín se inclinó sobre el lienzo en blanco, el pincel suspendido en el aire como una pluma de indecisión.La sala de exposiciones estaba en penumbra, a excepción del brillante haz de luz que lo bañaba a él y a su atril. Su mente era un torbellino de colores y formas, un universo vibrante que, sin embargo, se negaba a materializarse en la tela.Llevaba horas así, con la mirada perdida en el vacío, sintiendo el peso de las expectativas flotando en el aire denso y silencioso.
A su lado, inmóvil como una estatua tallada en la oscuridad, estaba Brian. Su presencia era una carga opresiva, un peso que se adhería a la piel de Fermín. Brian no era como los demás. Vestía una túnica de un rosa pálido, casi enfermo, y un tocado con cuernos rojos que se proyectaban hacia el techo, grotescos y ominosos.Su rostro, cubierto por una máscara lisa y sin rasgos, era una esfinge de juicio silencioso. Fermín había tratado de ignorarlo, de concentrarse en la promesa del lienzo ,pero los susurros de Brian eran como agujas heladas que se clavaban en su cerebro.
> —¿Qué es esa paleta de colores tan... trivial, Fermín? —susurró Brian, su voz una melodía discordante que solo Fermín parecía escuchar—. ¿Es que acaso tu alma se ha vuelto tan insípida?, ¿acaso me estás ignorando, me estás intentando tapar por una luz que no tienes?
Fermín apretó los labios. Había comenzado el día con la ilusión de pintar la alegría, los cálidos minerales de un atardecer en la playa, llegado la duda, una duda que lo empezó a preocupar, una duda que lo empezó a derretir.
> —No es trivial —murmuró Fermín, aunque su voz sonó más como un lamento que como una defensa—. Es... la luz... De... la esperanza...
Brian emitió una risa seca, un sonido áspero que resonó en el cráneo de Fermín.
> —La luz, dices. ¿Y dónde está la sombra, pintor? ¿Dónde está el abismo que te define?
La mano de Fermín tembló. Sus ojos se desviaron hacia la pequeña paleta de colores en su mano,la cual de repente se le antojó insignificante. La vibrante energía del magenta y el amarillose desvanecía bajo la mirada penetrante de Brian. Un sudor frío le perló la frente.
> —No puedo... no quiero pintar eso —respondió Fermín, un nudo apretándole la garganta.
Recordaba las noches sin dormir, los pensamientos oscuros que se arrastraban por su mente como serpientes venenosas. Había jurado desterrarlos, convertirlos en cenizas.
> —¿No quieres, o no puedes, Fermín? —la voz de Brian se volvió más insistente, como el zumbido de un insecto persistente—. Es hora de enfrentar lo que realmente eres. Dejar que tus verdaderas emociones fluyan. No intentes esconderte en la superficialidad de la luz, no te engañes
Fermín cerró los ojos. Una imagen de su infancia, borrosa y casi olvidada, apareció en su mente: un niño pequeño llorando en la oscuridad, las sombras de los árboles danzando como monstruos en la pared. Había enterrado ese recuerdo, lo había cubierto con capas de optimismo forzado.
> —No —tambaleó Fermín, abriendo los ojos y fijándolos en el lienzo—. Yo pinto la esperanza.
Pero Brian no retrocedía. Su figura alta y amenazante se alzaba sobre Fermín, y sus susurros se volvieron más íntimos, más insidiosos.
> —Esperanza... una quimera para los débiles. ¿No te das cuenta, Fermín? Esa misma esperanza es la que te impide ver la belleza en la vida no en los colores, la verdad está en el dolor.
El pincel de Fermín cayó de su mano y rodó por el suelo con un leve tintineo. Sintió una picazón bajo su piel, como si algo intentara salir de su interior. Las brillantes luces de su imaginación comenzaron a atenuarse, opacadas por una bruma sombría que se extendía desde las profundidades de su ser.
> —No... detente —gimió Fermín, aferrándose al borde de la mesa.
Su cuerpo temblaba. Las emociones de su vida, que antes danzaban en un espectro de colores vibrantes, ahora se contraían, se retorcían, como si fueran arrastradas hacia un remolino oscuro.
> —Ríndete, Fermín —la voz de Brian era un bálsamo de seda, seductora y peligrosa—. Deja que la verdad te posea. Deja que el caos se convierta en tu musa.
Un dolor agudo le taladró la sien. Fermín vio ante sus ojos cómo el lienzo en blanco se transformaba, no por su mano, sino por una fuerza invisible que parecía emanar de Brian. Tonos grises y negros se extendieron, cubriendo la pureza del blanco con un manto de desolación. Imágenes distorsionadas de sus miedos más profundos surgieron, formas grotescas que antes había logrado mantener a raya.
> —No... ¡No! —gritó Fermín.
El terror lo paralizó. Sentía cómo sus propias emociones se volvían contra él, alimentando la oscuridad en el lienzo. La alegría se convertía en burla, el amor en obsesión, la esperanza en desesperación. Brian sonrió —una sonrisa invisible bajo la máscara—, pero que Fermín sintió en cada fibra de su ser.
Una oleada de frío glacial recorrió el cuerpo de Fermín. Cayó de rodillas, el aire escapando de sus pulmones en un jadeo. Sus manos, que antes creaban vida, ahora se sentían como garras retorcidas. Los colores de su camisa, salpicados de pinturas brillantes, comenzaron a oscurecerse, a fusionarse en una mezcla turbia y sin vida.
La túnica de Brian, antes de un rosa enfermizo, ahora parecía más vibrante, un rojo oscuro y potente. Sus cuernos, más afilados, más amenazantes. Y Fermín, el pintor de la luz, el explorador de las emociones, sintió cómo una sombra crecía dentro de él, eclipsando todo lo que una vez fue.
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Editado: 29.07.2025