La sala estaba vacia. El lienzo, terminado pero maldito, colgaba torcido sobre el atril. Fermin no recorbaba haberlo colgado.solo recordaba haberse levantado. Solo recordaba el frío. El mismo que ahora parecía haberse instalado en su pecho como un cuchillo de hielo que no sangraba, pero dolía.
Despertó en el suelo. No sabía cuánto tiempo había pasado. Los focos que antes lo iluminaban estaban apagados, pero el lienzo aún brillaba débilmente, como si respirara. Un zumbido llenaba el aire,como si los trazos de pintura emitieran unas frecuencias, apenas perceptibles. Pero constante. Insoportable.
Intentó levantarse. Su cuerpo le respondía, pero algo dentro de él no. Era como si su sombra no quisiera moverse. Como si ya no fuera suya.
> —No estás solo —susurró una voz, no en su oído, sino dentro de él.
Brian ya no estaba a su lado. No en forma física. Pero su presencia era mas fuerte que nunca.Fermín giró lentamente, buscando una figura, un reflejo, algo. Pero lo único que encontró fue su propio rostro reflejado en un espejo al fondo de la sala: sus ojos, ennegrecidos, vacíos como un pozo sin fondo.
> —No soy tú —murmuró Fermín al reflejo.
Pero el reflejo sí movió los labios. Y sonrió.
Sintió náuseas. El suelo tembló levemente bajo sus pies. Las paredes de la sala comenzaron a agrietarse, no con ruido, sino con silencio. Como si la realidad se resquebrajara de manera respetuosa, lenta, cruel.
El lienzo cayó.
Pero no tocó el suelo.
Floto.
Suspenso en el aire, como sostenido por una voluntad invisible. Y entonces, el óleo empezó a gotear. Gotas negras, espesas, que al caer al suelo chisporroteaban como si quemaran la madera.
> —Esto no es arte —dijo Fermín, retrocediendo.
> —No lo es aún —dijo Brian, saliendo de las paredes como una figura deformada, su túnica ahora una tormenta de tinta viva—. Pero pronto lo será. Porque ya no pintás con la mano. Pintás con lo que sos.
Fermín gritó.
Un grito desgarrador. Uno que quiso romper el aire, las sombras, los límites. Pero ese grito no salió. Se quedó atrapado en su garganta, como una espina. No había eco. No había ruido. Solo un temblor en sus labios.
Y el lienzo… absorbió ese grito.
La tela se agitó. Vibró como piel viva. Y allí, en el centro, se formó una figura: una versión distorsionada de Fermín, deforme, llorando sangre, con las manos cubiertas de cuchillas en vez de dedos. Una burla de su humanidad.
> —¿Lo ves? —dijo Brian—. Cada emoción que niegues, cada recuerdo que escondas, yo lo pintaré por vos. Y cada obra será un retrato más de tu descenso.
Fermín cayó de rodillas. El suelo se abría en grietas negras, como raíces de una pesadilla creciendo bajo sus pies. Quiso huir. Pero la puerta había desaparecido. Las ventanas también. Todo era lienzo ahora. La sala entera era un cuadro, y él, solo una mancha más.
Y entonces, lo supo: no podía escapar.
Porque Brian ya no era un visitante. Era un ocupante. Vivía dentro de él. Cada pensamiento de duda, cada miedo reprimido, era una invitación más. Fermín había dejado una rendija abierta y Brian se coló, como la tinta bajo una uña rota.
La oscuridad comenzó a cubrir su piel.
Sus venas se volvieron visibles, negras. Sus lágrimas eran gris ceniza. Su aliento, vapor helado.
Y en medio de ese abismo, una voz final, cruel y tierna como la de una madre enferma, se escuchó:
> —No llores, Fermín. Solo estás despertando. El arte verdadero nunca fue luz. El arte nace en el grito... que no manchó el lienzo......
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Editado: 29.07.2025