El lienzo de las sombras, caos, color y oscuridad

Capítulo lV"ECOS BAJO LA PIEL DEL LIENZO"

El sol caía sobre Montevideo con una pereza invernal. Fermín caminaba por la calle con las manos en los bolsillos, intentando no pensar. Pero era imposible.

Desde que destruyó el cuadro, la paz no volvió. Solo cambió de forma.

Su obra más reciente, Renacer, fue exhibida sin su permiso. Alguien la encontró en el viejo edificio y la llevó a una galería. Desde entonces, tres personas que la vieron terminaron internadas por “crisis psicótica”. Una incluso intentó arrancarse los ojos con una espátula de cocina.

Fermín no entendía cómo… hasta que soñó con Brian otra vez.

Pero ya no estaba completo.

Brian era solo un rostro incompleto en la oscuridad, y su voz, más débil, parecía multiplicada en ecos lejanos. Se había fragmentado. Y ahora, esas astillas vivían en sus cuadros.

> —Yo no te destruí… solo te solté —murmuró Fermín frente al ventanal de la galería.

Y entonces, recibió el sobre.

Un sobre negro, sin remitente, sin sello. Adentro, solo una frase escrita con tinta temblorosa:

“No sos el único que lucha con una sombra.”

Y una dirección.

La casa era antigua, escondida entre árboles nudosos. Cuando entró, el olor a trementina y humo viejo lo golpeó como una bofetada.

Allí, lo esperaban cuatro personas. Todos artistas. Todos con los ojos llenos de tormentas conocidas.

Allí, lo esperaban cuatro personas. Todos artistas. Todos con los ojos llenos de tormentas conocidas.

> —Él también la vio —dijo una mujer de pelo blanco, escultora, señalando a Fermín.

> —¿La sombra? —preguntó Fermín.

> —La voz. La figura. La cosa con cuernos… —murmuró un músico, acariciando su violín como un talismán.

Fermín tragó saliva.

No estaba loco.

> —Él se llama Brian —dijo Fermín.

Todos lo miraron. Silencio absoluto.

> —Se esconde en las emociones que no expresamos, se alimenta de lo que negamos. No muere, se divide. Y ahora… vive en mis cuadros.

> —También vivió en los míos —susurró la escultora—. Pero yo nunca pude enfrentarlo.

Un joven poeta encendió una pipa. Miró a Fermín con gravedad.

Fermín asintió.

> —Brian no es un demonio. Fue un artista. Uno de los más brillantes de su tiempo. Vivió en el siglo XIX, en París. Pintaba emociones puras, crudas, sin filtro. Hasta que… se quebró. Intentó pintar el dolor sin procesarlo. Sin comprenderlo. Solo explotarlo.

> —¿Y qué pasó?

> —Se vació. Cada obra era un grito, pero ya no sentía. Se convirtió en la sombra de sí mismo. Su alma se desprendió y comenzó a habitar sus propias pinturas. La última que firmó se llamó La Máscara del Vacío. Desde entonces, es eso.

> —Una máscara sin rostro —completó Fermín, estremecido.

> —Exacto —dijo la escultora—. No tiene cara… porque dejó de tener identidad. Solo quiere vivir a través de otros.

> —Como un parásito emocional… —murmuró Fermín—. Pero si fue artista, entonces alguna vez fue como yo.

> —La diferencia, Fermín —dijo el músico— es que vos gritaste… y volviste. Él no.

Fermín apretó los puños.

> —Necesito ayuda. Se esconde en mis cuadros. No puedo derrotarlo solo.

> —No lo vas a hacer solo —respondió la escultora—. Somos cinco ahora. Y tenemos nuestras propias heridas para usar como armas.

Esa noche, se reunieron en un taller abandonado.

Cada uno trajo su “obra maldita”.

Una escultura con grietas que lloraban líquido negro.

Un poema escrito en un espejo con sangre seca.

Fermín trajo Renacer.

Y en cada obra, una parte de Brian aún vivía. Como si esas emociones no fueran personales, sino infectadas por el mismo origen.

Fermín lo entendió en ese instante: Brian no quería destruirlos. Quería que lo completaran.

Quería volver a ser entero.

> —Si nos conectamos, si unimos nuestras sombras —dijo el poeta—, podríamos enfrentarlo. En el lugar donde vive. Donde todo empezó.

> —¿Dónde? —preguntó Fermín.

> —Dentro del cuadro que no terminaste. Aquel al que no te atreviste.

La piel de Fermín se erizó.

Sabía cuál era.

No era Renacer.

Era otro, olvidado, abandonado bajo la cama del taller.

Un lienzo sin color. Solo negro.

Nunca lo había pintado.

Solo había escuchado un susurro que lo detuvo:

“No me pintes si no estás listo para verme.”

"¿Y ahora sí está listo? ....."




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