El taller estaba en silencio..
No el tipo de silencio tranquilo, sino ese que cruje por dentro, como si algo respirara en la madera, en las grietas de la pared, en las miradas que no se atreven a sostenerse.
El lienzo estaba ahí. Apoyado contra la pared como un ataúd sin tapa.
Fermín lo miraba con la respiración contenida.
Nunca lo tocó. Nunca lo quiso tocar.
Ese lienzo había aparecido una noche, años atrás, luego de una crisis creativa que lo dejó temblando en el suelo durante horas. Desde entonces, lo evitaba. Como si supiera que dentro de él no iba a pintar algo… sino a despertar algo.
—¿Estamos listos? —preguntó el músico, ajustando el arco de su violín.
—No —dijo la escultora—. Pero no importa.
Uno a uno, los cinco artistas se acercaron al lienzo. Cada uno colocó su obra maldita frente a él: el poema en el espejo, la escultura rota, el violín astillado, el cuadro de Fermín. Como ofrendas.
—Si lo activamos —dijo la mujer del cabello blanco—, no hay vuelta atrás.
—Él nos está esperando —dijo Fermín, con la voz firme pero tensa.
El lienzo… palpitó.
Una onda sutil, como si respirara.
De repente, todo se oscureció. No cayó la noche, sino una tinta espesa, como si la realidad se hubiera manchado de óleo negro.
Oscuro.
Uno a uno, fueron tragados.
La transición fue como romperse en mil partes y volver a formarse.
Fermín despertó sobre un suelo de madera gastada, pero no era el taller. No exactamente. Las paredes tenían grietas que lloraban sombras. El aire olía a pintura quemada y traición.
El grupo estaba completo. Todos allí. Pero algo era distinto.
Estaban dentro del lienzo.
El poeta señaló hacia el fondo del pasillo, donde colgaba un único cuadro iluminado por un foco cenital. En él, la silueta de Brian… completa.
Pero con una diferencia brutal: tenía ojos. Ojos reales. Vivos. Que se movían dentro del cuadro.
—Eso no debería ser posible —dijo Fermín—. Está… reconstruyéndose.
> —Gracias a ustedes —dijo una voz desde el fondo.
No era Brian.
Era el músico.
Su sombra se había desprendido de él… y se arrastraba hacia el cuadro. Como un hilo de tinta viva.
—¿Qué estás haciendo? —gritó la escultora.
—No lo entienden —susurró él—. Brian no quiere consumirnos. ¡Quiere completarse! ¡Quiere devolvernos lo que nos quitó!
Sus ojos brillaban con una mezcla de furia y éxtasis.
Fermín lo entendió al instante: el más quebrado del grupo era el más vulnerable. Brian no lo obligó. Solo le habló. Solo lo entendió. Solo le prometió alivio.
La traición no fue por maldad… fue por desesperación.
—¡No lo hagas! —gritó Fermín—. ¡Él no te va a sanar, te va a absorber!
Pero ya era tarde.
La sombra del músico tocó el cuadro.
Todo tembló.
Las paredes comenzaron a gritar.
La escultura lloró barro negro.
El poema se deshizo en letras que sangraban.
El violín se partió en mil astillas.
Y en el centro del cuadro, donde la sombra respiraba…
uno de ellos abrió los ojos. Ya no eran suyos...
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Editado: 29.07.2025