Un rayo de sol descarado se colaba insolente en mis ojos, obligándome a abrirlos. Yaroslav seguía dormido, acurrucado en una esquina de la cama.
—Ya estoy despierto —murmuró sin abrir los ojos.
—Tienes los ojos cerrados, ¿cómo sabes que yo estoy despierta?
—Te siento —en sus ojos brillaba una ternura tan intensa que daban ganas de sumergirse en ella.
—Eso suena a: “Vania, soy tuya para siempre”.
—¿Quién es Vania? —me miró de reojo.
—¿De verdad tuviste infancia o naciste así, solo que más pequeño?
—La tuve —suspiró con pesadez—, pero se acabó demasiado rápido. Justo cuando empezaba a gustarme todo, ¡zas!, crecí y llegaron la responsabilidad, las decisiones, los problemas sin fin. Antes de eso, era divertido: nos metíamos en el jardín del vecino, robábamos manzanas y nos pasábamos el día en el estanque. Vivíamos prácticamente como anfibios, aún me sorprende que no nos salieran branquias.
Me eché a reír.
—O sea, eras un trasto.
—Exacto. Era una época en la que la calma era tu peor enemiga. No había móviles ni ordenadores, así que éramos felices de verdad, interactuando cara a cara.
—Los niños de hoy solo dan lástima: viven en una época de saturación informativa y basura. El mundo entero les cabe en la pantalla de una tablet, pero eso también significa aislamiento total.
—Sí, claro. Por un lado, se les puede envidiar: tienen acceso a cualquier libro del mundo. Pero dime, ¿cuánto lees tú?
—Leo mucho y variado: literatura profesional, de desarrollo personal, educativa, narrativa. El mundo cambia, yo también, y cada vez me exijo más.
—¿Y en el colegio eras una empollona?
—Fallaste. Fui una alumna del montón. El programa escolar no me inspiraba, pero me apasionaba todo lo demás: psicología, filosofía, historia antigua, mitología. Eso sí era delicioso, aunque escaso. Libros no había muchos, no como ahora, que en las librerías no sabes ni dónde mirar. Por cierto, salir de ahí siempre me cuesta una fortuna, al menos unas cuantas pensiones de nuestros jubilados.
—¿Y eso de contar en pensiones?
—Es que ya me acerco a esa edad en la que sentiré plenamente el cuidado del Estado.
—¿Te da miedo?
—Hasta que me tiemblan las rodillas. Pero mientras podamos caminar solos y no necesitemos dentadura postiza, seguimos en pie. Me voy a la ducha. Tú, a prepararme café.
—Lo que tú digas, mi felicidad —murmuró perezosamente.
—Te digo que te amo —asomé la cabeza desde la puerta y me metí al baño.
Sentía ligereza en el alma. Todo dentro de mí cantaba y parecía listo para ponerse a bailar. Una sonrisa tonta se dibujaba en mi rostro, mis labios estaban exhaustos de tantos besos, y mis ojos llenos de fuego travieso. Me eché a reír por las asociaciones que se me ocurrían. Síntomas inequívocos del enamoramiento que se había infiltrado hasta mis nervios. Vaya, y pensar que hace unos veinte años me parecía imposible enamorarse a esta edad. Qué tontería. El amor solo se vuelve más maduro, más sensato y más precavido.
Salí del baño de buen humor. En la cocina, Yaroslav preparaba un sándwich: llevaba solo vaqueros, el torso desnudo y una expresión pensativa. Me acerqué por detrás y lo abracé.
—Oye, soy feliz —murmuré.
Se dio vuelta en mis brazos, me atrajo hacia él y me miró a los ojos.
—Tus declaraciones de amor cuando quieres café son lo más tierno.
—Granuja. Me descubriste —me reí, y él me besó.
El beso, con sabor a café en sus labios, fue increíblemente dulce. Estábamos tan metidos que solo nos interrumpió una llamada insistente. Yaroslav soltó un bufido y contestó. Yo, sin remordimientos, me senté a la mesa y empecé a devorar el sándwich. Él ya estaba completamente sumido en temas laborales, soltando improperios como experto. Yo incluso acabé con otro sándwich y la primera taza de café sagrado. La vida era hermosa.
—¿Todo bien? —le pregunté cuando terminó la llamada.
—¡Ah! Ni me preguntes. ¿Sabes lo que decía Kapitsa? Que juntar un rebaño de ovejas es fácil, lo difícil es juntar un rebaño de gatos. Algo así.
—Me encanta cuando hablas con citas —ronroneé.
Su mirada bajó de inmediato a mis labios.
—Mira que así no vamos a salir nunca a trabajar —me reí.
—Ya lo sé. ¿Cuándo piensas irte? —dio vueltas a su taza.
—Mañana.
—Ya te extraño. ¿Y si no te vas?
—Yar, tengo que hacerlo. Son solo dos días.
—Vale. Pero que sepas que no me gusta.
—Ya lo noté ayer —asentí.
Gruñó, frustrado.
—¿A dónde vas hoy?
—A la quesería. Es el primer despacho. Voy a ver qué han cocinado.
—¿Estás nerviosa?
—Me agota la incertidumbre. Nunca sabes qué va a salir al final.
—Pesimista —me miró con una sonrisa perezosa.
—Optimista. Creo en lo mejor, pero sé que todo puede salir mal en cualquier momento.
—Vamos. Te llevo al trabajo. Cuando termines, me llamas y te recojo.
—¡Perfecto! —acepté sin dudar y me fui a preparar.
Yar no se complicó: se puso una camiseta sobre los vaqueros. Lo miré con ojos lascivos y pensamientos indecentes. Pero fuimos fuertes: nos besamos solo unas pocas veces y llegamos al trabajo con seriedad profesional, como si nada.
No fue fácil cambiar el chip. Todavía tenía la cabeza llena de pensamientos dulces. Pero no podía evitarlo: a mi alrededor había personas esperando respuestas. Me obligué a concentrarme, me cambié de ropa y fui a producción. Olía a queso y leche. Bueno, allá vamos.
Tenía muchos planes: participar en ferias de queso, festivales, incluso promover el turismo quesero. La estrategia debía estar calculada hasta el más mínimo detalle, desde el color del sitio web hasta los lazos del embalaje. Simplicidad, comodidad, personalidad. Una quesería artesanal que produce los mejores quesos. Y ahí es donde nosotros, los ucranianos, debemos apoyar a nuestros productores con nuestras decisiones de compra, para que puedan seguir adelante. Nuestra tarea es establecer una conexión directa con los consumidores, los verdaderos amantes del queso.