Me fui, tal como habíamos acordado. El camino fue duro, y ahora estaba sentada junto a las tumbas de mis seres queridos, de las personas más valiosas de mi vida. Me ahogaban las lágrimas mientras miraba la foto de mi hijo y de mi esposo.
La vida es injusta, a veces terriblemente cruel e implacable. No sé cómo he vivido sin ellos, cómo he existido siquiera. Me castigaba a mí misma, me consumía la culpa. Si tan solo pudiera cambiar algo de aquel día… Tal vez todo habría sido distinto. Si hubiera salido, intervenido, hecho algo… Quizás me habría ahorrado estos años de una soledad glacial y de un dolor interminable. Si tan solo pudiera… daría mi alma, aunque nadie la querría. Las lágrimas me asfixiaban, caí de rodillas frente a las lápidas. ¿Cuántas lágrimas habré derramado? Innumerables. Pero no aliviaban nada. El corazón seguía desgarrado, palpitante, sangrante… y no se vislumbraba un final.
Cuánto los echaba de menos… Cuánto lamentaba la vida que fue truncada. Los recuerdos me abrumaban y me faltaba el aire.
Íbamos a irnos de vacaciones, pero nunca fuimos. Teníamos “cosas más importantes” que hacer —ganar dinero, trabajar—, y convinimos en que no estábamos tan cansados. Y ahora me dolía tanto haber perdido esas oportunidades, no haber llevado a mi esposo y a mi hijo al mar, haber estado tan ocupada y pasar tan poco tiempo con ellos… Lamentaba cada discusión trivial con mi marido, cada momento en que, en vez de disfrutar, me preocupaba por un futuro que nunca llegó para ellos, y que para mí se convirtió en un infierno. Porque cada mañana, una y otra vez, tenía que enfrentar la realidad de que ya no estaban.
—Los amo tanto. Perdónenme por no haberlos protegido, por no haber podido. Si tan solo pudiera… cuánto me duele su ausencia. Duele tanto… A veces me pregunto cómo habría sido todo si pudiera regresar atrás. Lo cambiaría todo. Ustedes eran mi mundo, mi corazón. Los extraño más de lo que puedo soportar. Una y otra vez repaso aquel día, como una obsesión. Me castigo por no haber hecho nada. ¿Por qué me tocó esto? Perdónenme, mis queridos. Perdónenme, mis amores.
—¡Emilia!
Me estremecí al oír la voz de Yaroslav y levanté la cabeza con lentitud. Estaba a mi lado, mirándome con el rostro tenso.
—Ven conmigo —dijo, tendiéndome la mano.
En su expresión se entrelazaban el dolor, la compasión, la pena… y una inquietud apenas contenida. Tomé su mano, permitiéndole ayudarme a incorporarme y acercarme a su pecho. Su calor contrastaba con el frío que sentía por dentro. Su abrazo era firme, reconfortante, me envolvía con una paz que tanto necesitaba. No dijo nada. Solo me abrazaba y acariciaba la cabeza como a una niña pequeña. No sé cuánto tiempo estuve así, pero el dolor volvió a arremolinarse dentro de mí como una víbora venenosa, esperando el próximo momento para desgarrarme el alma.
—¿Estás bien? —su voz preocupada me llegó desde lo alto.
—Es mi familia —murmuré.
—Lo sé. Lo siento mucho.
—Yar, la vida es lo más valioso que hay. El regalo más precioso. Todo puede arreglarse, menos la muerte. Por muy difícil que sea una situación, mientras respires, hay salida. Pero ante la muerte no hay nada que hacer.
—Siento tanto lo que pasó.
—A veces deseaba estar sola… y ahora daría todo por no estarlo.
—Shhh… está bien. No te castigues.
—Llévame a casa, por favor —dije entre lágrimas.
—Te llevaré.
—Dame un minuto más —me acerqué a los monumentos y me despedí en voz baja.
Yaroslav me esperaba. Luego me tomó de la mano con fuerza y salimos del cementerio. Cerca de mi coche estaba el suyo, y junto a la puerta, Ruslán, que también me observaba con preocupación.
—Dame las llaves, por favor. Ruslán traerá tu coche —susurró Yaroslav.
Algo confundida, saqué las llaves del bolsillo.
—Toma, Ruslán. Ve al pueblo. Yo iré después.
—Entendido —respondió seco, lanzándome una mirada compasiva antes de tomar las llaves y dirigirse a mi coche.
Yaroslav me acomodó en su vehículo y se sentó al volante. Viajamos en silencio un rato; yo no podía hablar y él me dejaba recomponerme.
—¿Cómo estás? —me lanzó una mirada de soslayo.
—Bien. No te preocupes, en un par de horas mi vida volverá a su habitual nivel de miseria.
—Odio cuando estás así. Estás conmigo, pero tan distante que no logro alcanzarte —susurró—. Vuelve, por favor. Quisiera tanto quitarte el dolor. Tu dolor también me duele. No sé cómo consolarte, pero estoy aquí. A tu lado. Siempre estaré a tu lado. Te apoyo. Solo no te encierres en ti misma. No estás sola. Si tú quieres, nunca más lo estarás. Si pudiera, cargaría con tu dolor. Te amo. Haré todo lo posible por verte feliz. Solo no te quedes callada. Emilia, te necesito. Mi vida, antes gris y aburrida, se llenó de colores contigo. Es como si siendo ciego y sordo de pronto pudiera ver los colores y oír los sonidos. Dime qué hacer, cómo ayudarte.
Su discurso, confuso pero sincero, me dejó sin aliento y abrió un abismo bajo mis pies. Era brutalmente honesto. Lo sentía. No sé de dónde venía esa certeza, pero era tan firme como una estatua ancestral.
—Yaroslav, detén el coche, por favor —murmuré con la voz quebrada.
Apretó los dientes, pero frenó en el arcén. Salí del coche y respiré hondo varias veces hasta que el pecho me ardió. Él también bajó, sombrío, con el labio mordido hasta sangrar. En sus ojos vi pánico, confusión, impotencia. Negué con la cabeza. Hice algo mal; sus pupilas se oscurecieron como pozos sin fondo.
—No, todo está bien. Solo quería que me abrazaras. Por favor, abrázame.
Se acercó a mí como un francotirador cruzando un campo minado. Tuve que ir yo misma hacia él y abrazarlo con fuerza. Me quedé escuchando su corazón hasta que recuperó su ritmo normal.
—Te amo. Te asustaste en vano. Solo necesito un poco de tiempo para reponerme. Pero me alegra verte. Tu apoyo significa mucho para mí. Tú significas mucho. Tus palabras me tocaron profundamente y despertaron una avalancha de emociones. Me siento algo mareada. No te asustes, pasará —dije al ver puntitos negros bailando frente a mis ojos.
—Siéntate, voy a buscar agua… sí, agua —se apresuró él.