Después de casi un año recuperándome tras una intervención fallida en Medellín como parte del cuerpo de inteligencia, el Ministerio me dio un mes de descanso absoluto. Sin familia cercana y sin una idea clara de qué hacer con ese tiempo, el destino se encargó por mí. Me topé con un viejo amigo de infancia: Julián Del Campo.
—Hermano, vente a pasar unos días a la finca —me dijo mientras compartíamos un café en Chapinero—. A mamá le encantará volver a verte después de tantos años.
Recordé a la señora Emilia Del Campo como una mujer carismática y dominante, envuelta siempre en causas sociales, fundaciones benéficas y campañas ecológicas. Ahora debía tener al menos setenta años.
—¿Y cómo está tu madre? —pregunté con genuina curiosidad.
Julián rió con amargura.
—¿No sabías? Se volvió a casar.
No pude disimular mi sorpresa.
—¿Emilia? ¿Casada otra vez?
—Sí, hace tres meses. Con un tipo veinte años menor, Alfredo Íñiguez. Se apareció como asesor de una ONG y se ganó su confianza en tiempo récord.
Tres días después, me encontré bajando en la estación de Suesca, donde Julián me esperaba con un Tesla modelo viejo, uno de los pocos que aún funcionaban con gasolina gracias a un kit híbrido adaptado por él mismo.
—Conseguimos permiso de movilidad gracias a la fundación. Mamá mueve muchas cosas aún.
La Hacienda El Lirio Azul quedaba a unos ocho kilómetros de la estación. Era una tarde tranquila de julio, con ese aire frío característico de la sabana cundiboyacense. Cuando cruzamos el portón principal, Julián me miró con una sonrisa nostálgica.
—No sé si esto te parecerá demasiado tranquilo, Cristóbal.
—Amigo, eso es exactamente lo que necesito.
En el jardín, arreglando un vivero de hierbas, estaba Elena Howard, la asistente de Emilia desde hace décadas. Me la presentó sin muchas ceremonias.
—Este es Cristóbal, Elena. Mi viejo amigo del colegio militar.
Ella me saludó con una mano fuerte y curtida. Tenía unos ojos intensamente azules y una energía rústica.
—Aquí las malezas crecen como mentiras en campaña política —me dijo mientras se quitaba los guantes—. A ver si te animas a echar pala. Eso sí, después no te quejes.
Unos pasos más adelante, sentada bajo un árbol, estaba María de los Ángeles, la esposa de Julián. Alta, elegante, con mirada dorada y expresión introspectiva. Tenía algo en ella que sugería una fuerza silenciosa, como un volcán dormido.
Conversamos durante el té. Yo compartí anécdotas absurdas de mi proceso de rehabilitación en una clínica de veteranos, mientras ella sonreía con calma.
En ese momento, la voz melodiosa de Emilia se escuchó desde una puerta entreabierta:
—¡Alfredo, recuerda escribirle a la embajada de Austria y a la ministra de Cultura! Yo me encargo de coordinar lo de la senadora Salinas...
Salió al jardín seguida de su esposo, Alfredo Íñiguez, un hombre que parecía sacado de una telenovela turca: barba perfectamente recortada, traje hecho a medida, lentes dorados. Su actitud servicial era casi teatral. Lo observé con desconfianza automática.
—Mi esposo, Alfredo —dijo Emilia mientras me abrazaba con afecto—. Cristóbal Herrera, un viejo amigo de la familia.
Íñiguez me dio la mano como quien extiende una nota de amenaza disfrazada de cortesía.
—Encantado. Qué gusto tenerlo aquí.
La charla con Emilia fue vibrante. Hablaba sin parar sobre el nuevo proyecto de una "bioferia" que la Fundación Azul Vida estaba organizando. Se notaba ilusionada, pero detrás de sus palabras, detecté la presencia incómoda de algo no dicho.
La conversación se volvió peculiar cuando me preguntaron si pensaba volver a la inteligencia estatal.
—Puede ser. Aunque estoy considerando empezar algo nuevo —respondí.
María intervino con una pregunta:
—¿Y si pudieras hacer lo que quisieras? ¿Cuál sería tu trabajo soñado?
—Van a reírse, pero... siempre soñé con ser detective. Como Sherlock Holmes. En serio.
Se rieron con cordialidad, pero entonces Elena lanzó una sentencia tajante:
—En la vida real los asesinos no se esconden detrás de telones. En una casa, todos lo saben. La familia siempre lo sabe. Aunque callen.
María, en tono más suave, añadió:
—Excepto si el asesino usa veneno. Como dijo el doctor Bárcenas ayer, puede haber miles de casos de envenenamiento no detectados en Colombia. Con medicamentos exóticos es fácil no dejar rastro.
Todos nos estremecimos. Justo en ese momento, apareció Cintia Murillo, joven farmacéutica pelirroja que trabajaba con la fundación. Traía puesto el uniforme blanco del laboratorio de bioquímica de Zipaquirá.
—¡Perdón la tardanza! Estaba en el cultivo de tejidos celulares.
La saludé con gusto. Tenía el carisma de alguien que aún no se da cuenta de lo inteligente que es.
—¿Qué tanto experimentas allá en el laboratorio? ¿No me estarás envenenando con esa sonrisa? —bromeé.
—A cientos, Cristóbal. Pero con amor —respondió riendo.
Emilia la llamó para dictarle unas cartas y ella se fue corriendo con respeto, sin que le faltara una última sonrisa divertida.
Ya caída la noche, Julián me mostró mi habitación en la antigua ala norte de la hacienda. Desde la ventana vi a Leonardo —el hermano menor— caminando como un alma en pena. Minutos después, María y Alfredo discutían a puertas cerradas.
Ese fue mi primer día en El Lirio Azul.
No lo sabía aún, pero esa noche marcaría el inicio del crimen más intrigante de mi vida.
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Editado: 23.07.2025