El Lirio Azul

Capítulo 2: 16 y 17 de julio de 2025

El 5 de julio llegué a El Lirio Azul. Lo que relataré ahora ocurrió exactamente once días después, el 16 y 17 de julio. La secuencia de esos días, reconstruida minuciosamente, revelaría más tarde que el crimen ya había comenzado a gestarse.

Recibí un mensaje de Elena Howard dos días después de su repentina partida de la hacienda. Me contaba que ahora trabajaba como supervisora en una clínica geriátrica de Chía, y me pedía que la informara si notaba algún cambio en el ánimo de Emilia Del Campo... o si esta expresaba deseos de reconciliación.

La única perturbación visible era la creciente cercanía entre Emilia y el doctor Maximiliano Bárcenas, un toxicólogo venezolano refugiado en Colombia tras un escándalo político. Vivía temporalmente en el pueblo haciendo "retiro emocional", pero era visitante frecuente de la finca. María parecía especialmente cercana a él.

El 16 de julio, un lunes particularmente agitado, la fundación celebraba la Expo Salud Natural, con actividades culturales, ventas de plantas medicinales y conferencias. Por la noche, Emilia leería un poema que ella misma había escrito sobre el "renacer de la salud en la naturaleza".

Durante la mañana, ayudamos a montar carpas y equipos. Julián estaba irritable, más de lo habitual. Evitaba a Alfredo Íñiguez y su esposa parecía más esquiva que nunca. Emilia daba órdenes por videollamadas entre una entrevista y otra.

Después de un almuerzo tardío, jugamos tenis con María y Cintia en las canchas renovadas por la fundación. A eso de las 7:00 p. m., Emilia gritó desde su balcón que adelantáramos la cena. Tenía que arreglarse para la ceremonia.

La noche fue un éxito. Emilia recitó su poema con dramatismo y recibió una ovación. Cintia también participó en una representación artística con voluntarios. Al terminar, unos amigos de la comunidad la invitaron a quedarse en Zipaquirá, así que no volvió con nosotros.

El 17 por la mañana, Emilia pidió desayuno en la cama. A las 12:30, sin rastros de fatiga, se unió a nosotros con su habitual energía. Decidió que Leonardo y yo la acompañáramos a almorzar con la familia Rolleston, unos aristócratas aliados de su fundación.

María no asistió. Alegó una consulta con el doctor Bárcenas.

Tras la comida, Emilia propuso pasar por el laboratorio donde Cintia trabajaba. Nos detuvimos en la Biofarmacéutica VerdeAndes, una planta de producción de medicamentos naturales, en la zona industrial.

El portero casi no nos deja entrar, hasta que Cintia apareció sonriente y nos reconoció.

—¡Están en territorio clasificado! —bromeó—. Pero pasen.

Su oficina parecía una farmacia mezclada con un taller de alquimia. Botellas con etiquetas escritas a mano, tubos de ensayo y un aroma a romero lo impregnaban todo. Nos presentó a su colega Camilo "Nibs" Fernández, un técnico flaco con una camiseta de anime bajo la bata.

—¿Saben ustedes lo fácil que es matar a alguien por error aquí? —dijo Cintia mientras mezclaba dos líquidos con guantes—. Por eso no me gusta jugar con chismes de veneno.

Bebimos té en tazas desparejadas, y luego Cintia comentó que debía entregar una muestra urgente a una enfermera. Cuando esta llegó, nerviosa, le entregó un frasco.

—¡Se suponía que esto debía estar aquí desde las 10 a.m.! —espetó Cintia.

—Lo olvidó la chica nueva —respondió Nibs encogiéndose de hombros.

Ella suspiró y preparó la mezcla sin más palabras. Luego nos llevó al balcón desde donde podíamos ver los viveros verticales. En ese momento, Leonardo volvió adentro sin decir nada. Actuaba extraño, como distraído... o tal vez vigilante.

Al salir del laboratorio, hicimos una parada rápida en la oficina de correos del pueblo. Necesitaba comprar estampillas y enviar un paquete.

Y allí, entre la gente, un pequeño hombre con bastón y boina me chocó por accidente. Me volví para disculparme, y lo vi.

—¡Cordero! —grité con emoción.

Juan Diego Cordero Agón, mi antiguo compañero de inteligencia, el hombre que una vez resolvió un secuestro diplomático sin mover un dedo... más que el índice al analizar mapas.

—¡Cristóbal! ¿Pero qué hace usted aquí?

—Estoy en El Lirio Azul. ¿Y tú?

—La señora Emilia nos dio albergue a varios refugiados del conflicto europeo. Estoy en la cabaña del fondo del bosque con dos colegas belgas.

Nos saludamos con fuerza. Cintia apareció detrás de mí con sorpresa.

—¿Ustedes se conocen? ¡Juan Diego viene a la fundación a veces a dar charlas de lógica!

—Un gran hombre —dije—. De los mejores.

Cordero saludó, se excusó amablemente y se despidió. No sabía que esa noche sería clave para su retorno a la acción.

Al llegar de nuevo a la hacienda, pasamos frente al salón de Emilia. Ella salió con una expresión desconcertada. Se notaba nerviosa.

—Cristóbal... ¿han visto a Alfredo?

—No —mentí instintivamente. No me gustaba mentir, pero algo me olía raro.

Cintia fue a su habitación a cambiarse. Leonardo también se esfumó sin decir palabra. Subí por mi raqueta de tenis cuando vi a María bajando las escaleras. Su rostro estaba tenso.

—¿No fuiste con Bárcenas? —le pregunté.

—No —respondió con tono seco—. ¿Dónde está Emilia?

—En el salón.

Sin decir más, cruzó directo hacia allá. Cerró la puerta detrás de sí. Al pasar frente a la ventana abierta, oí parte de la discusión:

—¿No me lo vas a enseñar? —decía María—. ¡Claro! Porque lo estás protegiendo, como siempre...

La voz de Emilia respondía con dureza:

—Eso no te incumbe.

Poco después, Cintia apareció, con los ojos brillantes de emoción.

—Cristóbal, hay bronca. Dorcas, la ama de llaves, lo escuchó todo. Emilia y Alfredo discutieron fuerte. ¡Lo echó del cuarto!

Esa noche, la cena fue tensa. Alfredo actuó con indiferencia. Emilia apenas habló. Antes de subir a su habitación, dijo:

—Llévame el café a la biblioteca, María. Tengo cartas que enviar.




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