El Lirio Azul

Capítulo 4: Cordero Agón Investiga

Cuando salí al amanecer rumbo a la cabaña del bosque donde vivía Juan Diego Cordero Agón, tenía la mente a mil. Aún resonaban en mis oídos las últimas palabras de Emilia: "A...l...fre...do". Y la expresión del doctor Bárcenas no me dejaba lugar a dudas: no fue muerte natural.

Atravesé el sendero húmedo del parque con pasos urgentes. Al llegar a la pequeña casa, vi a un hombre bajando corriendo por el camino contrario.

Era Alfredo Íñiguez.

—¡Cristóbal! ¡Dios mío, qué horror! Me dijeron esta mañana... ¡Emilia!

—¿Dónde estabas anoche, Alfredo?

—Fui a ver a uno de los contadores. Me quedé dormido allá... No quería hacer ruido entrando sin llave.

Me hizo un gesto dramático al pecho. No le creí ni medio.

—Disculpa, tengo que ver a alguien —corté con frialdad.

Toqué la puerta de la cabaña. A los segundos, Cordero Agón abrió con su bata, perfectamente planchada.

—¿Cristóbal? Qué gusto inesperado. Pasa.

Su interior era un museo de orden: cada libro milimétricamente alineado, una cafetera japonesa en el rincón, varios recortes de prensa sobre crímenes recientes pegados con cinta invisible en la pared.

Me senté y le conté todo. Desde el inicio. Sin omitir un solo detalle: las discusiones, el café llevado por Alfredo, la expresión de Leonardo, la reacción de María, la postura del cadáver, la autopsia... todo.

—Estás agitado —dijo finalmente—. Pero tu mente sigue siendo lógica. Aunque te olvidaste de un detalle.

—¿Cuál?

—¿Qué cenó Emilia anoche?

Me desconcertó. ¿Qué tenía que ver la cena?

—Muy poco, creo. Estaba molesta. Apenas tocó su sopa y comió algo de pan.

Cordero alzó una ceja con aprobación.

—Eso es importante. Muy importante.

—¿Por qué?

—Si fue envenenamiento por estricnina, como sospechamos, sus efectos son casi inmediatos. Aparecen entre media hora y dos horas después. Pero Emilia mostró síntomas ocho horas después del café. ¿Ves lo extraño?

Me quedé pensativo.

—¿Y si alguien la dosificó antes... en pequeñas cantidades?

—Posible. Pero aún no tenemos hechos, solo hipótesis. Necesito ver la escena. Vamos.

Nos dirigimos de inmediato a la hacienda. Cordero, con su maletín y su bastón, caminaba con paso seguro pero pausado. Saludó a Julián, que había salido al jardín a fumar, y le dijo:

—Con su permiso, señor Del Campo. Necesito ver el cuarto de la señora Emilia.

Julián, aún pálido, asintió y le entregó las llaves.

Subimos.

En cuanto entramos al dormitorio, Cordero se transformó: de caballero amable a sabueso absoluto.

—No toque nada —me dijo mientras abría su carpeta.

Revisó el vaso de agua, el frasco de pastillas, el cajón del velador. Se detuvo frente al florero, tocó la superficie de la mesita. Luego caminó hacia la chimenea.

—¿Qué ves aquí?

—Figuras. Unas estatuillas coloniales...

—Faltan dos —interrumpió—. Hay marcas de polvo. ¿Por qué?

No supe qué decir. Él tomó notas meticulosas en su libreta.

Siguió hacia la cómoda, extrajo cuidadosamente un sobre del fondo de un cajón. Contenía una hoja arrugada.

—Un preacuerdo financiero —leyó en voz baja—. Ella nunca lo firmó. Curioso.

De pronto, se dirigió a la bandeja donde el café había sido servido.

—¿Cuál de estas tazas usó Emilia?

—La blanca con borde azul. Estoy seguro, la vi en su mano.

La examinó, luego la olfateó. Hizo una mueca.

—Huele a café... y algo más. Esto debe ir a laboratorio.

Revisó también el baño, el closet, la ropa doblada. No se le escapó ni el más mínimo detalle.

Luego pasamos al cuarto de Alfredo. Nada destacable, salvo una agenda vacía y una laptop encriptada.

—Necesito acceso a esto —me dijo—. ¿Tienes algún contacto en delitos informáticos?

—Claro. Uno muy confiable.

Bajamos al salón. María estaba sentada junto a la ventana. Parecía dormida, pero apenas nos vio, se irguió.

—¿Encontraron algo?

—Estamos comenzando —respondió Cordero, neutral.

—¿Usted... cree que fue asesinato?

Él se inclinó apenas.

—No lo creo. Pero lo sabré pronto.

Esa noche, cuando lo acompañé de regreso a la cabaña, me dijo algo en voz baja:

—Este caso no será fácil. Hay demasiadas emociones reprimidas, demasiadas piezas sueltas.

—¿Y por dónde empezamos?

—Por el veneno, Cristóbal. Todo crimen moderno se deja ver... si uno sigue el rastro químico.




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