El día después de la muerte de Emilia fue un desfile constante de autos policiales, personal forense y funcionarios de la Fiscalía. Aunque los medios aún no se habían enterado oficialmente, ya varios portales de chismes empezaban a especular sobre "una muerte repentina en la alta sociedad bogotana".
Yo pasé la mañana con Juan Diego Cordero Agón, quien revisaba una copia digital del informe preliminar forense, obtenido gracias a uno de sus contactos en la rama médica judicial.
—Estricnina —murmuró al leerlo—. Típica. Violento, reconocible. Pero... ¿por qué?
—¿No estás convencido?
—Demasiado teatral para alguien como Emilia. Ella no habría dejado su taza de café al alcance si supiera que alguien la quería muerta. Y no hay pruebas de que la dosis haya estado ahí.
—¿Entonces qué propones?
—Que hubo dos etapas. Un señuelo, y luego el verdadero veneno. Pero necesito pruebas físicas. Químicas.
Nos trasladamos a VerdeAndes, el laboratorio donde trabajaba Cintia Murillo. Ella nos recibió con cara de sueño, bata arrugada y una taza de avena fría.
—Si esto va en serio, necesito inmunidad o protección —dijo apenas entramos.
—No estás acusada de nada —le aseguró Cordero—. Pero necesito tu ayuda con algo que nadie más puede hacer aquí.
Le entregó la taza de café recuperada de la habitación.
—¿Puedes analizar esto? Necesito saber si contiene residuos de cafeína, estricnina o cualquier alcaloide raro. También polen, esporas, cualquier partícula.
—¿Para cuándo?
—Para anoche.
Cintia esbozó una sonrisa.
—Denme cuatro horas.
Mientras tanto, Cordero y yo fuimos al despacho del doctor Bárcenas, quien preparaba una exposición sobre toxicología para una universidad.
—¿Está confirmado que fue estricnina? —le pregunté.
—Sí. El informe del Instituto Nacional de Medicina Legal lo indica. Aunque confieso que algo me molesta...
—¿El cuadro clínico? —sugirió Cordero.
Bárcenas asintió.
—Exacto. La evolución fue lenta para ser una dosis letal. Emilia comenzó a mostrar síntomas muchas horas después de la posible ingestión. Además, los espasmos musculares fueron atípicos. Más parecidos a un neurobloqueo progresivo.
—¿Como el que genera un alcaloide artificial? —preguntó Cordero.
—O natural. Digoxina, belladona, incluso ciertas resinas amazónicas.
Nos miramos con interés.
—¿Alguien más tuvo contacto con el cuerpo antes de la autopsia? —pregunté.
—Solo los médicos, y la policía al sellar la habitación.
Antes de irnos, Bárcenas agregó:
—Cristóbal, ¿sabías que Emilia tenía un cultivo de lirios azules en el invernadero privado?
—Sí. Me habló de sus propiedades antiinflamatorias.
—Bueno. Algunos lirios pueden contener compuestos que, procesados incorrectamente, generan efectos colaterales graves.
—¿Insinúa que se envenenó accidentalmente?
—Solo digo que hay otra línea por investigar. No todo asesinato parece un asesinato.
De vuelta en el laboratorio, Cintia nos esperaba con guantes de látex y una mirada de triunfo.
—Listo.
—¿Qué encontraste?
—La taza tenía trazas de cafeína, sí... pero también una mezcla extraña de escopolamina y glicósidos de lirio. Muy diluidos, casi imperceptibles. No es algo que se consiga fácilmente, ni que se use en dosis comunes.
—¿Podría haber causado la muerte?
—Sí... si se ingirió junto con un alcaloide de liberación retardada. Por ejemplo, un comprimido modificado... o un polvo encapsulado.
—¿Y eso puede mezclarse en una bebida caliente?
—Solo si alguien sabe lo que hace. Y aquí hay alguien que lo sabía.
Cordero sacó una fotografía de Leonardo Del Campo mezclando gotas en un vaso, tomada por la cámara de seguridad del invernadero, minutos antes del almuerzo del 16 de julio.
—¿Y esta persona tiene acceso a extractos vegetales?
—Leonardo ayudaba a su madre en el cultivo. Tenía las llaves del invernadero y un laboratorio básico en su taller de escritura. Lo vi entrar varias veces.
—¿Y motivo?
—Su madre no aprobaba sus poemas ni su estilo de vida. Hace poco, según supe, pensaba quitarle el fondo económico que lo sostenía.
Nos quedamos en silencio.
—¿Entonces fue él? —pregunté.
Cordero negó con la cabeza.
—Demasiado pronto para saberlo. Podría ser él, o alguien que sabía que lo culparíamos.
Miró por la ventana hacia los jardines.
—El asesino nos dejó una pista. Pero también una trampa.
Me estremecí.
—¿Cuál de las dos acabamos de encontrar?
Cordero me miró con sus ojos grises, fríos como bisturís.
—Eso, Cristóbal, lo decidirá el próximo movimiento.
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Editado: 23.07.2025