El lunes siguiente se llevó a cabo la audiencia preliminar judicial, como exige la ley cuando hay sospechas de muerte por envenenamiento. El salón de sesiones del Juzgado 14 de Suesca fue habilitado de manera privada, a petición de la familia Del Campo. Aun así, había un enjambre de medios afuera y drones sobrevolando con la esperanza de captar un rostro lloroso.
Juan Diego Cordero Agón y yo llegamos temprano. Él llevaba una libreta nueva, gafas de lectura, y ese aire de hombre que sabía más que nadie, pero nunca lo decía todo.
—¿Esperas algún giro? —le pregunté.
—Siempre. Pero hoy solo quiero observar reacciones.
La audiencia comenzó con la lectura oficial del informe forense: causa probable de muerte: intoxicación por estricnina en combinación con escopolamina. No hubo dudas en el lenguaje: fue asesinato.
El fiscal asignado, un hombre joven con voz algo inestable, repasó los detalles de la escena, los testimonios preliminares y señaló a los posibles sospechosos sin nombrarlos directamente. Pero las miradas hacia Alfredo Íñiguez eran inevitables.
Fue llamado a declarar.
—¿Dónde estaba usted entre las 10:00 p.m. del 17 de julio y las 3:00 a.m.?
—En casa del contador de la Fundación Azul Vida. Pueden revisar la cámara del conjunto. Me quedé dormido ahí tras revisar papeles.
—¿Puede confirmar que usted sirvió el café a la señora Emilia?
—Sí, pero yo no lo preparé. La taza ya estaba en la bandeja. Solo la llevé a su estudio. Como siempre.
María de los Ángeles fue la siguiente. Su compostura fue impecable.
—¿Tuvo alguna discusión reciente con la señora Emilia?
—No más que cualquier nuera en cualquier familia. Ella era una mujer fuerte, dominante. Teníamos diferencias.
—¿Qué opinaba sobre el matrimonio de Emilia con el señor Íñiguez?
—No me correspondía opinar. Pero era evidente que había tensión.
Su tono era tan exacto que incluso yo, que la conocía bien, no podía leerla.
Luego fue el turno de Leonardo. Tembloroso, con barba desordenada, parecía un espectro de sí mismo.
—¿Dónde se encontraba usted cuando ocurrió el hecho?
—Estaba en mi habitación. Dormía, hasta que oí los gritos.
—¿Ayudó a forzar la puerta?
—No... yo... me bloqueé.
—¿Tenía usted acceso al invernadero de lirios?
—Sí. Mamá me enseñó desde pequeño a cultivar. Teníamos un proyecto juntos...
Se quebró. Lloró. Y esa emoción lo salvó, al menos momentáneamente, de más preguntas.
Cintia Murillo fue firme. Respondió con tecnicismos, citó moléculas, y dijo claramente que alguien con conocimientos de farmacología y acceso a componentes naturales pudo haber realizado la mezcla letal.
—¿Puede decirnos si alguien más, aparte de usted, tenía ese acceso?
—Varios. Pero especialmente Leonardo Del Campo. Y Alfredo Íñiguez, si manipuló las flores como parte de sus obsequios.
La audiencia se tornó tensa.
El juez pidió que se presentara la cadena de custodia de la taza de café, el florero con los lirios, y los informes digitales del celular de Emilia.
Y entonces se llamó al último testigo del día: Juan Diego Cordero Agón.
Él se puso de pie con la calma de quien ha hecho esto más veces de las que se pueden contar. Juró decir la verdad, y comenzó.
—No vengo como policía, ni como fiscal, sino como observador externo, autorizado por la familia. He entrevistado a todos los presentes, revisado la escena y he notado elementos clave: la taza, por ejemplo, presentaba dos tipos de veneno. Uno de efecto inmediato, otro retardado. Eso no es improvisación. Es cálculo.
—¿Usted insinúa que hubo premeditación?
—No solo lo insinúo. Lo afirmo. Y tengo pruebas que estoy ordenando sistemáticamente. Pero necesito tiempo. Y sobre todo... que ninguno de los presentes abandone el país.
La sala enmudeció.
El juez levantó la sesión ordenando medidas cautelares: retención de pasaportes, monitoreo electrónico para Íñiguez y Leonardo, y el congelamiento de las cuentas de la Fundación Azul Vida.
Afuera, los drones aún giraban. Las redes estallaban con hashtags como #CrimenAzul, #MuerteEnLaFundación, #ElLirioAsesino.
Pero lo más importante ocurrió esa noche, cuando Cordero me confesó algo mientras caminábamos de regreso al bosque.
—Ya sé quién lo hizo.
—¿¡Qué!? ¿Entonces por qué no lo dijiste?
—Porque aún no tengo el motivo completo. Y si lo acuso sin eso, se escapará. Necesito el móvil. El verdadero. Y alguien más cometerá un error. Pronto.
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Editado: 23.07.2025