Después del envío de las misteriosas cartas de Cordero Agón, el ambiente en El Lirio Azul se volvió tenso, casi irrespirable. Las sonrisas corteses desaparecieron, y cada conversación parecía una partida de ajedrez bajo amenaza.
—Cristóbal —me dijo Cordero mientras ajustaba la correa de su reloj antiguo—. Hoy vamos a ver qué tan bien juegan nuestros sospechosos cuando piensan que la partida ha terminado.
Las primeras grietas llegaron con Cintia Murillo.
Esa mañana, no se presentó al desayuno. Dorcas la encontró en su laboratorio, durmiendo sobre una planilla de análisis. Entre papeles había notas con listas de alcaloides, fechas, y algo escrito a mano:
"Cometí un error, pero no el que ustedes creen."
Cordero me pidió no compartirlo aún.
—Está al límite. Pero no es nuestra asesina. Si lo fuera, no habría dejado esa nota.
La segunda grieta: Alfredo Íñiguez.
Intentó sobornar al nuevo administrador de la fundación para eliminar rastros contables. El administrador, leal a Emilia, lo grabó. Cordero consiguió la grabación esa misma tarde.
—Si esto no lo entierra legalmente, al menos lo deja sin coartada moral —me dijo, escuchando el audio.
Pero lo más sorprendente fue Leonardo.
Apareció en mi puerta a media noche, con los ojos enrojecidos y el pelo despeinado.
—Necesito hablar con Cordero.
—¿Ahora?
—Sí. Antes de que me rompa por dentro.
Lo llevé hasta la cabaña. Cordero lo recibió con calma, sirviendo té como si esperara esa visita.
—Quiero confesar algo —dijo Leonardo, temblando—. Yo... yo robé el borrador del nuevo testamento de mamá. El que la favorecía más a ella y menos a nosotros.
—¿Por qué?
—Porque temía quedarme sin nada. Y lo rompí. Pero juro que no la maté.
—¿Sabías que eso te convierte en cómplice, aunque no seas el autor material?
Leonardo asintió, resignado.
—Solo quiero limpiar mi nombre... antes de que lo ensucien por completo.
Cordero no lo interrumpió.
—Ella me amaba —dijo Leonardo—. A su manera. Pero me veía como una decepción. No soporté la idea de perderlo todo.
—Gracias por tu honestidad —dijo Cordero—. Ahora vete a dormir. No hables con nadie.
Cuando salimos, me dijo en voz baja:
—Él no lo hizo. No tiene el temple ni el control para planear algo tan preciso.
—Entonces... ¿Alfredo?
—Demasiado obvio. Sabe que todos lo están mirando.
—¿Y María?
—María es el centro de la telaraña. Si no fue la araña, al menos la alimentó.
Al día siguiente: la prueba final.
Cordero organizó una lectura pública del testamento de Emilia —la versión antigua, la única oficial vigente—, ante todos los miembros de la casa y un notario.
En él, Emilia dejaba la mayor parte de sus bienes a la fundación... pero nombraba a María como albacea.
El rostro de María fue un poema.
—¿Lo sabías? —le pregunté en privado.
—No... —susurró—. Ella nunca me lo dijo.
—Y sin embargo, no te sorprende del todo.
—Porque sabía que me quería. Pero también sabía que... me temía.
—¿Por qué te temía?
María bajó la mirada. Se fue sin responder.
Cordero me llevó aparte.
—Ahora tenemos móviles para todos: dinero, poder, venganza, miedo. Pero aún nos falta una pieza.
—¿Cuál?
—El acceso.
—¿A qué?
—Al compuesto exacto que mató a Emilia. Fue algo inestable, de acción retardada y no comercial.
—¿Y?
—Solo una persona aquí tiene la fórmula. Y la habilidad de usarla sin dejar rastro. Pero necesitaba un intermediario. Alguien más.
—¿Estás diciendo que hubo dos culpables?
—Exactamente.
Ese día, uno de los sospechosos cometió un error. Usó un dispositivo de almacenamiento —un pendrive— que había sido reportado como robado por Emilia tres días antes de morir.
Cordero recuperó los archivos. Entre ellos, había mensajes, listas de compras médicas encriptadas... y una transferencia bancaria a una cuenta en Estonia, justo un día antes del crimen.
—Con esto, ya no necesito más hipótesis —dijo Cordero—. Ahora solo necesito que estén todos juntos... y entonces revelaré quién mató a Emilia Del Campo.
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Editado: 23.07.2025