El llamado de Naín

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Tantas veces había estado en esas frías celdas, pero jamás para habitar en una, muchas veces había obligado a los criminales a entrar en ellas; pero nunca había imaginado que una podía ser suya, casi sonrió ante la ironía que significaba aquello, casi.

El edificio de celdas era tenebroso incluso por fuera, todo de piedra y con gruesos barrotes de metal por todos lados.

En varias ocasiones distintos grupos humanistas habían exigido una mejora al edificio, pero habían fracasado cuando las autoridades consideraron la mejora como un premio inmerecido para los criminales, así que ahora Naín se enfrentaba a algo parecido a una mazmorra.

Una gota de sudor frio corrió por toda su espalda cuando uno de los guardias corrió la pesada aldaba que mantenía cerrada la puerta. Aquel chirrido metálico fue de verdad aterrador y no pudo evitar estremecerse.

Uno de los guardias le quito las esposas y lo metió a la celda de un empujón mientras cerraba la puerta de un golpe. La celda era fría hasta lo extremo y estaba en absoluta penumbra. Tenía una pequeña ventana a dos metros y medio de altura por la cual se colaba un pequeñísimo rayo de luz que de nada servía para iluminar el cuarto. Naín caminó a tientas hasta que su pie tropezó con un tubo que estaba enterrado y que resultó ser una de las patas de su cama; sobre ella solo había una gastada esponja y una maloliente cobija hecha jirones. Siguió buscando más cosas en su reducida celda y encontró un retrete que afortunadamente estaba en funcionamiento, sin embargo eso fue todo lo que pudo encontrar en su celda.

 Se sentó en su cama y se cubrió con la manta, aunque eso no significaba mucha diferencia contra el frío que hacía. Trató de concentrarse en otra cosa para distraer su mente del viento helado que lo hacía tiritar. Así que dejó que sus pensamientos divagaran por todos los eventos ocurridos recientemente hasta que al fin se quedó dormido.

 




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