El llamado de Naín

51

Aparecieron en un lugar diferente, uno desértico, casi desprovisto de vida, tan solo había uno que otro arbusto reseco y pelón desperdigado por kilómetros y kilómetros de arena.

Naín miró a Darcón, que ya se había liberado también de sus ataduras y estaba sobre una duna mirándolo despectivamente.

—Entonces—dijo Darcón—, ¿crees que eres el único que puede jugar con poderes extraordinarios?

Esa era una pregunta retórica, pues sin esperar respuesta, Darcón se quitó el abrigo y la camisa y se sentó con los ojos cerrados sobre la duna, en forma de flor de loto y con las puntas de los dedos juntas. Un montón de signos extraños estaban tatuados por todo su pecho y brazos, algunos estaban relacionados con dibujos de bestias desconocidas para él, que daban escalofríos al verlas.

Darcón comenzó a recitar un canto extraño en un idioma que no conocía y que le erizaba la piel. Mientras cantaba, uno de los símbolos tatuados cerca de su corazón comenzó a brillar, Naín estaba atónito pero aun así, avanzó decidido a matarlo. No obstante, cuando dio su primera estocada, su espada chocó contra una pared invisible que le impidió conectar con Darcón.

Una y otra vez Naín intentaba golpear a Darcón, pero esa pared siempre repelía su espada. Luego, Darcón guardó silencio y abrió los ojos. Fue inevitable que no se diera cuenta que algo había cambiado en ellos, ahora eran rojos, como dos carbones encendidos y despedían maldad, mucha, mucha maldad. Esos ojos le recordaban a los de Aczib cuando pelearon en el callejón.

Pero  los ojos no fueron la única cosa que cambió, su cuerpo aumentó considerablemente su masa muscular, sus uñas crecieron hasta convertirse en garras, unos puntiagudos colmillos se asomaban de su boca y salivaban y unas horribles alas como de murciélago salieron de su espalda.

Nunca había visto algo así y tampoco lo había creído posible. Darcón rio al ver la expresión perpleja de Naín y éste se dio cuenta de que su risa era ahora más desagradable y aterradora que antes; pues hasta su voz había cambiado, ahora era como muchas voces graves y guturales hablando al mismo tiempo y eso era suficiente como para imponerle a cualquiera.

—Sigamos—Se ufanó Darcón.

Naín se tragó sus temores y se abalanzó sobre él dando mandobles a diestra y siniestra. Darcón esquivaba con agilidad cada golpe y se burlaba de su desempeño para hacerlo enojar, más y más. Quería que perdiera la templanza y actuara siguiendo sólo sus impulsos.

 En una ocasión, Naín consiguió conectar su espada con el rostro de Darcón. Le dejó un profundo corte que además lo quemó hasta que el fuego de la espada se extinguió de su mejilla. El ortán se enfureció por eso y dejó de reír.

Un solo golpe de su musculado brazo fue suficiente para que Naín saliera disparado a cinco metros. El aire de sus pulmones le faltó, pero aun así se levantó, aunque con dificultad y arremetió de nuevo.

Los brazos de Darcón eran ahora como dos inquebrantables barras de hierro y caían sobre él con todo su peso. Naín trataba de moverse continuamente para evitar ser golpeado, pero la mayoría de las veces, era inútil.

Pocos eran los golpes que Naín asestaba con su espada, pero cuando lo hacía, éstos causaban más estragos que cinco de Darcón. No tardó en identificar su desventaja y muy pronto se deshizo de ella. Cuando Naín trató de clavarle la espada en el pecho, Darcón sujetó su brazo y lo retorció hasta que lo obligó a soltarla y luego la arrojó muy lejos.

Indefenso, Naín quiso correr para buscar su arma, pero el ortán lo golpeó tan duro en el pecho que su coraza se rompió y cayó al suelo. Mal herido y tirado, se esforzaba en respirar.

A Darcón le agradaba saber que era más fuerte que los demás, y tener a Naín frente a sí, sin ninguna posibilidad de escapar y completamente desarmado, le daba gran satisfacción.

Saboreando su victoria, se acercó dispuesto a darle el golpe final. Naín no quería darse por vencido todavía y aunque estaba muy débil, reunió todas sus fuerzas y le propició una patada en la cara.

El mismo fuego que componía sus botas causó un enorme daño en el rostro de Darcón, quien comenzó a retorcerse y a gritar desesperadamente mientras su rostro se demudaba en un espectáculo aterrador.

Aprovechando el momento, Naín corrió a buscar su espada y sin pensarlo la clavó hasta el fondo en el corazón de Darcón.




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