El llanto de las palmeras

La Esperanza

Capitulo 3

Capitulo 3.

Cuento N° 18- La finca “La Esperanza”

Allá por el año 1880, aunque parezca increíble, la emigración era al revés, los españoles venían escondidos en grandes barcos de pesca, como polizontes, tratando de llegar a la isla en busca de mejoras económicas, mi abuelo me contaba cuando yo era chiquita, que entre los gallegos emigrantes, en el 1899, llegó un isleño de nombre José, traía entre las manos una vieja maleta, con un rosario y una vieja foto de su madre, y en la boca una mueca que asemejaba a una sonrisa, de optimismo y perseverancia .

Durante algunos días deambuló en busca de trabajo por todas las calles del puerto, hasta que un viejo matancero, le dio trabajo como barrendero en uno de sus almacenes de pescados, que se vendían en la mañana en el medio de la plaza, entre los gritos de los pregoneros, y el pasar incesante de las carretas. Pasó alrededor de dos años limpiando los pisos, llenos de pescados, recibiendo solamente un catre roto, un colchón llenos de pulgas, un pequeño rayo de luna a través de una vieja ventana y alguno que otro plato de sopa, ya tarde en la noche.

Poco a poco, fue aprendiendo el trabajo de los pescadores, que almacenaban las cajas de pescados, hasta que 5 años más tarde, le propusieron el puesto de almacenero. Había cumplido casi 22 años, y cada día se sentía mucho más solo y triste, pensando en su familia que había dejado demasiado lejos, pero el dinero que había llegado a reunir en los últimos años, no le alcanzaba ni siquiera para pagarse el billete de regreso. Hasta que una mañana delante del mostrador, sus ojos descubrieron los ojos de una bellísima mulata, de quien quedó totalmente hechizado.

Durante algunos meses no le perdía ni pie ni pisada, la esperaba en la puerta de la plaza, aletargado, a punto de perder el trabajo, con la lengua que colgaba de la boca, cada vez que la veía llegar, hasta que logró intercambiar algunas palabras, se conocieron se enamoraron y se casaron.

Se fueron a Santiago de Compostela, en Luna de miel y al regreso mi abuela estaba embarazada de mi padre, vivieron durante un tiempo en La Habana, hasta que se trasladaron a Cayo Mambí, el pueblo donde yo nací.

Era un cayo todo rodeado de agua, con un gran batey donde se agrupaban casas lujosas, construidas por los americanos que por supuesto eran los dueños del central azucarero, yo con mi familia vivíamos en las afuera del central, en un pequeño barrio de pescadores llamado “La Esperanza” Las casas construidas sobre pilares de maderas parecían garzas, en baile a la orilla del mar, la larga línea del tren, atravesaba todo el pueblo, uniendo el central azucarero con el resto del país, y que a nuestra “ pandilla” servía como lugar de entretenimiento, durante las tardes, caminábamos en dúo sobre los raíles, manteniendo el equilibrio, mientras nos agarrábamos de un palito para no caer. Siempre dejábamos a uno del grupo de guardia para que gritara si venia el tren, dándonos el tiempo suficiente para quitarnos de los raíles.

La línea siempre estaba desierta, alguna que otra vez pasaba la cigüeña, una pequeña máquina dirigida a mano por dos maquinistas, que era peor el ruido que traía, que el tamaño de la máquina.

Esa tarde de primavera, mientras el sol e reflejaba impaciente sobre nuestra cabezas, mi prima fue la designada a vigilar el tren, tenía 8 años, y era gorda como un tonel, grandes piernas salían de su vestido, y sus brazos redondos, causando el respeto de todo el grupo, comenzamos nuestro paseo, cuando vimos a mi prima correr como alma que lleva el diablo, gritando desde la otra orilla, ¡Ay madrecita! Sus ojos estaban fuera de la órbita, y gritaba sin cesar ¡Ay madrecita!, pero sin explicarnos el motivo de su espaviento, pero no fue necesario porque el grito ensordecedor de la máquina de fuego, comenzó a sentirse entre los chillidos, estaba a 5 metros de donde paseábamos, la vimos acercarse a una velocidad vertiginosa, todos corrimos desesperados tratando de ponernos fuera de los raíles y ayudando a los más chiquitos a pasar del otro lado de la línea.

Cuando la locomotora comenzó a pasar delante de nuestros ojos, comenzó a buscar a todo el grupo con la mirada, para asegúrame que todos hubieran pasado, pero mi prima no estaba, y por un momento el sudor recorrió mi cuerpo, había escuchado infinidades de veces la historia de un maquinista que se había quedado trabado en los raíles y le había pasado el tren cortándole la pierna, no quería asustar a los demás , pero yo estaba aterrorizada, como decírselo a mi tía, que explicación darles, si nos habían prohibido jugar sobre los raíles, estaba a punto de caer a tierra cuando a través de los vagones que se desplazaban a gran velocidad veía aparecer y desaparecer la cara regordeta de mi prima, que nos decía adiós con sus manazas al aire.

La casa la había construido mi abuelo, como cobija para su gran amor, que duró poco, se separaron y mi abuelo se fue a vivir a Mayarí, dejando a mi abuela con sus 2 hijos, que no perdió tiempo en volverse a casar, esta vez con un gallego de quien tuvo 3 hijos, pero no le fue bien y se separó, casándose con un jamaiquino, al que yo llamaba mi abuelo negro, aunque en verdad no era mi abuelo.

Después de la muerte de mi abuela, mi tía-abuela se hizo cargo de todos sus hermanos, hasta que llegó mi padre con la noticia del matrimonio, comenzando así una de las guerras más grande y sangrienta conocida hasta nuestros días sin poder decir que haya terminado, solamente han hecho un tregua, considerando la edad de los participantes.

Mi madre soberbia, orgullosa y un poco malcriada por su familia desde que llegó, se propuso dividir la casa, como si fuera un cake, cosa por supuesto que mi tía-abuela no se lo permitió, pero fueron tantas las perretas e insistencias por dividir, que un día mucho antes de nacer yo, mi padre verde como una cafetera, mientras le salía el humo por las orejas, y la sangre por la nariz, cogió un machete y dividió la casa a la mitad con una raya, que hoy todavía tienen los pisos de maderas, una parte para mi tía y la otra para mi madre.




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