El llanto de las palmeras

Maria y sus abuelos

Capitulo 6

Capitulo 6.-

Cuento 21 María y sus dos abuelos

“Sombras que sólo yo veo, me escoltan mis dos abuelos. Lanza con punta de cuero y madera mi abuelo negro, gorguera en el cuello ancho, gris armadura guerra, mi abuelo blanco”

Nicolás Guillen

Mi abuelo blanco;

Los rayos del sol golpeaban las paredes de la vieja estación, mientras yo y mis hermanas moríamos de hambre, sentadas en unos bancos de maderas viejos y destruidos.

Habíamos llegado temprano en la mañana, en tránsito del pueblo de mi abuela materna, regresábamos de las vacaciones, dejándonos un sabor amargo en la boca, y la tristeza de las despedidas, los dos meses de vacaciones eran los únicos para compartirlos con mi familia materna y sobre todo para liberarnos de los pleitos y golpes de mi madre, esperábamos con ansias las dichosas vacaciones de verano, que ahora veíamos desaparecer hasta el próximo año ,pero mi madre había venido directamente de la capital a recogernos, y con gran tristeza nos despedimos de nuestros primos, tíos y abuela, acomodándonos en la guagua que nos llevaría de regreso. Vimos desaparecer la cara triste de mi abuelita, con su moño tejido en una gran trenza, que enroscaba detrás, hasta formar una gran bola redonda y blanca, con su vestido gris, como homenaje a la muerte del abuelo, del que guardaba luto de más de 30 años , acompañada de mis primos y cómplices de nuestras aventuras en montaña.

Atrás quedaba la finca, con sus animalitos y cosechas, nuestros caballos , los dulces de mi abuelita y sobre toda las cosas la calma, el silencio de los montes, que dejaban una huella de tranquilidad y sosiego en mi alma, acompañándome durante todo el año escolar, envuelto en el bullicio de la gran ciudad.

Durante horas solamente vimos pasar infinidades de montes y campos cultivados, contábamos las vacas, las chivas, los caballos, separándolos en grupos, sobre una vieja libreta de apuntes, nos turnábamos la ventanilla, única vía de liberación, dentro de aquel monstruo rodante pintado de blanco, a la que le tocaba la ventanilla, contaba los animales la que estaba en el asiento del pasillo anotaba, casi teníamos una inmensa granja, de tantos animalitos anotados en la lista, a cada rato se sentía un rumor verdaderamente fuerte en el motor, que hacia girar la cabeza preocupada del chofer, tenía más o menos 50 años, pero aparentaba muchos menos, su uniforme azul inmaculado, reflejaba los rayos del sol, dejando que algunas gotas de sudor bañaran el cuello blanco, incalculablemente blanco, estábamos un poco asustadas, la carretera estaba desierta, la zona que estamos recorriendo era desolada, no había ni donde refugiarse del ardiente sol del verano, que taladraba las cabezas, cada vez que poníamos un pie fuera de la guagua ,en las paradas de descanso de 5 minutos, bajo la orden del conductor, que acompañaba como segundo al chofer, en esta larga trayectoria.

El ruido comenzó hacerse insoportable y el chofer decidió entrar en el próximo pueblo, para verificar el tipo de avería. Ya llevábamos más de 6 horas de carretera, los pequeños huesos de mi cuerpo, ya no sabía cómo acomodarlos en el pequeño sillón que compartía con una de mis hermanas, eran de un nailon gris, que se calentaba, convirtiéndolo en un verdadero fogón, por lo que el comentario que nos deteníamos me llegó como “anillo al dedo”, necesitaba un descanso y estirar las piernas, antes que quedaran engarrotadas para toda la vida.

La guagua comenzó a entrar en el pueblo más cercano , su nombre era Mayarí ,un pequeño pueblito rural, compuesto de unas cuantas casas todas de maderas, alineadas a ambos lado de la calle, la parte más importante debía ser la terminal de guaguas, porque al menos estaba llena de guajiros que esperaban una posibilidad para partir, quién sabe a dónde. La casualidad, hizo que mis ojos resplandecieran de alegría, cuando sentí mencionar el nombre del pueblo, nos habíamos detenidos en el pueblo donde vivía mi abuelo paterno y a quien solamente conocíamos de viejas historias contadas en secretos y comentados a baja voz entre mi padre y mis tíos.

A veces pienso que los dioses que nos observan mueven sus hilos invisibles, para obligarnos a escoger el camino que ellos quieren que caminemos, así que estoy segura que rompieron el motor con un solo fin, hacernos llegar al pueblo de mi abuelo blanco.

Las discusiones entre mi abuelo y mi padre habían comenzado mucho antes de yo nacer, cuando mi padre todavía era un adolecente, quería comenzar a trabajar provocando la ira de mi abuelo, que no aceptaba que dejara los estudios, pero su terquedad pudo más que su cordura, y como necesita la firma de los padres, conspiró con mi abuela cambiándose el apellido, el de mi abuelo como primer apellido y el de mi abuelo como segundo, eliminando para siempre mis raíces y dejando en nuestro futuro la encértese de no saber quiénes éramos, desnudos de pasado y presente, cosa por supuesto que mi abuelo no le perdonó jamás, separándose para siempre, y robándonos la dicha de haberlo conocido.

Cada vez que tratábamos de iniciar una conversación sobre el tema siempre respondía con una frase “ para que necesitan conocer a ese viejo terco y gruñón”, sin darse cuenta que su terquedad había sido y era parte de su vida y de la nuestra como légame de sangre. Por algunas horas estuvimos sentadas quietas en los bancos de maderas de la estación, pero mi madre no podía hacer milagros, ni mantenernos amarradas, al final todas teníamos un hambre horrible, sobre todo mi hermana “ojos brujos” como le decía mi abuelo negro, el último marido de mi abuela paterna.

Mi cabeza calculadora había iniciado a tramar la posibilidad de pasear un poco por el pueblo, mientras esperábamos la reparación de la guagua, pero mi madre nos viraba los ojos, emitiendo un sonido extraño, en señal de desaprobación cada vez que intentaba hablar, mientras mi hermana Lalo, reía sabiendo que al final siempre conseguía lo que me proponía y así fue




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