Quetzalli seguía en su trabajo, moviéndose como un autómata, cumpliendo sus tareas diarias sin detenerse a pensar demasiado. Ayudaba con amabilidad a la pareja Dupont, quienes la trataban con afecto y consideración. Los veía como a unos abuelitos cariñosos, un vestigio de la calidez familiar que había perdido hacía tiempo. Sin embargo, su vida seguía careciendo de sentido. Había intentado recomponerse después de la tragedia, pero el vacío en su corazón era tan profundo que parecía imposible llenarlo.
Por las noches, encerrada en su pequeño cuarto, Quetzalli se enfrentaba a una soledad abrumadora. Rodeada de sus pocas pertenencias, el dolor se apoderaba de ella. Cada rincón del cuarto le recordaba los aviones que alguna vez tuvo para su hijo. El moisés que nunca llegó a usar, la ropita cuidadosamente escogida y doblada en una esquina del armario, todo hablaba de un futuro que nunca ocurrió.
Las noches eran las más difíciles. En la penumbra, su mente regresaba una y otra vez al hospital, al momento en que le dio la devastadora noticia.
Había hecho todo lo posible para asegurarse de que su bebé tuviera el mejor comienzo. Había trabajado incansablemente, soportado el agotamiento y las dudas, todo por ese pequeño ser que llevaba en su vientre. Pero cuando llegó el momento, su cuerpo traicionó sus esperanzas. Las complicaciones en el parto resultaron insuperables, y su hijo no sobrevivió.
Quetzalli sintió que el mundo se derrumbaba a su alrededor. Las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras abrazaba la urna con las cenizas de su bebé. Era todo lo que le quedaba de él.
—Lo siento tanto, mi amor —susurraba entre sollozos cada noche, aferrándose al pequeño recuerdo tangible de su hijo perdido—. Lo intenté… intenté tanto.
Los días que siguieron fueron una mezcla de trabajo rutinario y desolación silenciosa. Quetzalli cumple con sus responsabilidades en la casa de los Dupont, atendiendo las necesidades de la pareja mayor con dedicación. Pero cada momento libre lo pasaba en su habitación, sentada en la cama, mirando al vacío.
Los Dupont intentaron consolarla, conscientes de su pérdida. Madame Dupont le ofrecía palabras de aliento mientras Monsieur Dupont dejaba pequeñas notas de apoyo sobre la mesa del comedor.
—Querida, somos como tus abuelos. Si necesitas algo, no dudes en decírnoslo —le decía Madame Dupont, tomando su mano con ternura.
Pero ni sus palabras ni sus gestos lograron calmar el dolor de una madre que había perdido a su hijo. El consuelo, aunque bien intencionado, no llenaba el abismo que sentía en su interior.
Cuando parecía que su vida no podía derrumbarse más, una nueva sombra se cernió sobre ella. Una tarde, mientras terminaba de organizar la sala principal, escuchó una voz masculina que llenó el ambiente con un tono autoritario. Era el hijo menor de los Dupont, un hombre enérgico y crítico que acababa de regresar de un largo viaje al extranjero.
—¿Ella vive aquí? —preguntó con desdén, señalando a Quetzalli—. Esto no es un refugio. Contrataré a alguien nuevo, alguien profesional que sepa cuál es su lugar.
Quetzalli sintió cómo las palabras le quemaban el alma. No era la primera vez que alguien la hacía sentir inferior, pero después de todo lo que había pasado, esta nueva humillación la golpe con una fuerza inesperada.
Los Dupont trataron de defenderla.
—Jean-Luc, Quetzalli ha sido como una hija para nosotros. Es trabajadora, honesta y está pasando por un momento difícil —dijo Monsieur Dupont, cruzando los brazos con firmeza.
Pero Jean-Luc no estaba dispuesto a escuchar razones.
—No se trata de sentimientos, padre. Esto es un hogar respetable, y no podemos permitirnos tener a alguien aquí que se comporta como si fuera parte de la familia. Contrataré a un nuevo personal de servicio.
Esa noche, Quetzalli escuchó la discusión entre Jean-Luc y sus padres desde su habitación. Sabía que su tiempo en esa casa estaba llegando a su fin. Se sentó en la cama, rodeada por la oscuridad, y dejó que las lágrimas cayeran una vez más.
—¿Qué más quieres de mí? —susurró al aire, como si estuviera hablando con el destino—. Ya me quitaste todo.
Pero en su interior sabía que no podía rendirse. Había sobrevivido al abandono, al rechazo ya la pérdida más dolorosa de su vida. Si había algo que la tragedia le había enseñado, era que debía seguir adelante, incluso cuando todo parecía perdido.
En una residencia en pocas casas de la pareja Dupont, Antoine Blanchard enfrentaba una tragedia similar, aunque su vida parecía perfecta desde afuera. Antoine era un hombre de 1,85 metros de estatura, de tez morena y ojos verdes oliva que destacaban con intensidad. Su porte atlético, cabello corto y siempre impecable lo convertían en un galán francés que llamaba la atención dondequiera que iba.
Antoine vivía en armonía con su esposa, Elise, una mujer elegante y sofisticada, conocida por su carácter altivo que, con el tiempo, había suavizado gracias al amor que ambos compartían. Su historia de amor comenzó de forma inesperada: Elise era una comensal más en el restaurante donde Antoine trabajaba como chef. Se enamoraron a primera vista, un romance que parecía salido de un cuento.
Después de dos años de noviazgo, decidió casarse. Antoine, con su pasión por la cocina francesa contemporánea, había construido un exitoso restaurante que lo catapultaba como uno de los chefs más prometedores de la región. Todo parecía perfecto en sus vidas. Sin embargo, detrás de esa fachada de éxito y felicidad, el dolor los consume.