Quetzalli había estado investigando y viendo muchos vídeos en YouTube para encontrar actividades educativas y divertidas para hacer con Mireya. Decidida a ayudar a su hija a desarrollar sus habilidades de motricidad fina y gruesa, Quetzalli diseñó un programa diario lleno de actividades estimulantes.
Por la mañana, empezaban con ejercicios de motricidad gruesa. Colocaban cojines y almohadas en el suelo para crear un circuito de obstáculos, y Mireya se divertía saltando y trepando sobre ellos. También jugaban con una pelota grande, lanzándola y rodándola entre ellas para mejorar la coordinación y el equilibrio de Mireya. Luego, hacían una sesión de baile, siguiendo el ritmo de canciones infantiles, lo cual no solo fortalecía sus músculos sino que también le brindaba a Mireya una manera divertida de expresarse.
Después de un breve descanso, pasaban a las actividades de motricidad fina. Quetzalli había creado una caja sensorial llena de objetos pequeños como botones, cuentas y plumas, que Mireya tenía que sacar y clasificar. También jugaban con plastilina, moldeándola en diferentes formas y figuras, lo que ayudaba a fortalecer los pequeños músculos de las manos de Mireya. Otro de sus juegos favoritos era ensartar cuentas en un hilo, lo que no solo mejoraba su coordinación mano-ojo, sino que también la mantenía concentrada y entretenida.
Mireya estaba feliz de realizar cada actividad. Le encantaba pasar tiempo con su mamá, y cada logro, por pequeño que fuera, era celebrado con aplausos y abrazos, lo que la motivaba aún más.
Después de trabajar en sus habilidades motrices, Quetzalli llevó a Mireya a la cocina para hacer un postre mexicano sencillo pero delicioso. Decidieron hacer unas “alegrías”, que son barritas de amaranto con miel.
Quetzalli preparó todos los ingredientes: amaranto, miel, y un poco de pasas. Colocó una silla alta cerca del mostrador para que Mireya pudiera ver y participar.
—Vamos a hacer un postre muy rico, mi amor —dijo Quetzalli sonriendo.
—¡Sí, mamá! —respondió Mireya, emocionada.
Quetzalli le dio a Mireya un pequeño tazón con amaranto y le mostró cómo mezclarlo con las pasas. Mientras tanto, ella calentaba la miel cristalizada en una sartén hasta que estaba bien líquida, la dejo enfriar y luego, con mucho cuidado, vertió la miel sobre el amaranto y las pasas, y juntas comenzaron a mezclar.
—Mira, Miri, tenemos que mezclarlo todo muy bien —dijo Quetzalli—. Así, nuestras alegrías quedarán perfectas.
—¡Mezclar! —dijo Mireya, tratando de imitar los movimientos de su madre.
Una vez que la mezcla estaba lista, Quetzalli la extendió sobre una bandeja y la aplanaron con las manos para darle forma. Mireya presionaba con sus manitas pequeñas, riendo cada vez que sus dedos se pegaban un poco.
—Eres una gran ayudante, Mireya —dijo Quetzalli, orgullosa.
—¡Sí, mamá! —respondió Mireya con una sonrisa de oreja a oreja.
Después de hacer el postre, Quetzalli llevó a Mireya al baño. El baño siempre era un momento de relajación y juego. Llenó la bañera con agua tibia y algunos juguetes de baño. Mireya chapoteaba felizmente, riendo mientras Quetzalli la lavaba suavemente.
—Te estás volviendo toda una experta en hacer postres, ¿eh? —dijo Quetzalli mientras enjuagaba a Mireya.
—Sí, mamá. Postre rico —dijo Mireya, contenta.
Después del baño, Quetzalli vistió a Mireya con su pijama favorita y la llevó a la cocina para darle de comer. Le preparó un plato con verduras al vapor y un poco de pollo desmenuzado. Mireya comía lentamente, sus párpados empezaban a caer por el cansancio.
—Vamos a dormir, mi amor —dijo Quetzalli suavemente después de que Mireya terminó de comer.
Quetzalli llevó a Mireya a su habitación, la acostó en su cuna y se sentó a su lado, acariciándole la espalda. Mireya se quedó dormida rápidamente, su pequeño cuerpo relajado y en paz.
Quetzalli se quedó unos momentos más, observando a su hija. A pesar de todos los desafíos, momentos como estos le recordaban lo afortunada que era. Con una sonrisa en los labios, se levantó y salió silenciosamente del cuarto, dejando que Mireya disfrutara de un merecido descanso.
Después de unas horas, Antoine llegó a casa con una sonrisa radiante dibujada en los labios. Su silueta apareció en la puerta con esa energía vibrante que siempre lo rodeaba cuando el día había sido próspero. Al empujar suavemente la puerta, su mirada la buscó con avidez, recorriendo cada rincón hasta encontrarse con Quetzalli, quien lo esperaba en la sala con una mezcla de ternura y anhelo reflejada en sus ojos oscuros.
Sin pensarlo, Antoine avanzó con pasos firmes, guiado por una urgencia primitiva. No hubo necesidad de palabras. En cuanto estuvo lo suficientemente cerca, la tomó entre sus brazos y la atrajo hacia su pecho con una intensidad que hablaba de deseo contenido. Quetzalli exhaló un suspiro entrecortado justo antes de que sus labios se unieran en un beso que encendió cada fibra de su ser.
Al principio, el contacto era delicado, casi una caricia, pero el hambre latente los empujó a buscarse con más desesperación. Los labios de Antoine reclamaron los de Quetzalli con mayor vehemencia, y cuando sus lenguas se encontraron, la necesidad se volvió un incendio devorador. Sus bocas danzaron en un juego de seducción y entrega, probándose, explorándose, como si quisieran memorizarse en cada roca húmeda y febril.