—¡Mier...! —murmuré.
Vi a Dante acercarse con su auto. Digo, con su superauto. Se parqueó frente a mi casa. Me volteé y lo miré por un instante. Me acerqué a él.
—Hola… ¿me puedes llevar, por favor? Voy tarde —le dije, porque de verdad necesitaba llegar rápido al colegio.
—¿Qué me darías a cambio? —dijo, como si me estuviera chantajeando.
Me dio tanta rabia que le respondí:
—Prefiero irme caminando antes que montarme contigo.
Me alejé de él y seguí caminando.
—Mejor sube —escuché decir.
Me emocioné. Me acerqué de nuevo a su auto y me subí. El camino fue muy rápido. No sé si era por el superauto o porque no había tráfico. Llegamos. Me bajé del auto y entré al colegio. Me dirigí a mi clase de matemáticas.
Entró Dante y se sentó otra vez a mi lado. Lo miré con cara de disgusto, sobre todo porque la gente nos observaba raro.
—¿No que te ponías rojo si alguien nos veía juntos porque nunca habías tenido afecto femenino? —le pregunté, seria y molesta de que se sentara otra vez junto a mí.
—Contigo me di cuenta de que no, porque eres muy hermosa. Ah, y gracias por ayudarme a curar el labio —dijo con cara de coqueto.
Me volteé y lo ignoré. Las horas de matemáticas se hicieron eternas, especialmente porque Dante no dejaba de mirarme.
—¿Se te perdió algo? —le dije, seria.
—Sí… se me perdió algo.
—¿Qué?
—Tu sonrisa linda…
Todos se quedaron mirándonos sorprendidos, como si él nunca se hubiera comportado así.
—¿Siempre eres así con todas las chicas? —le pregunté.
—No. La gente nos mira raro porque nunca me han visto así con una mujer…
Tenía razón. Pero igual no le iba a creer. Ya había pasado muchos años sola y decidí que así seguiría.
Terminó el día. Caminaba hacia mi casa. Vi a Dante pasar a toda velocidad en su supercoche.
—¿Esta vez no me lleva? —pensé.
—Ay, ¿en qué estoy pensando? —dije en voz alta y seguí caminando a casa.
Cuando llegué, vi a mi gata, Nala. La acaricié, fui a la cocina y cociné una receta que mamá siempre nos hacía a mis hermanos y a mí. Éramos muy felices…
Solo si mamá no hubiera...
Golpearon la puerta.
—¿Quién es? —pregunté, confundida, porque casi nunca recibo visitas.
Golpearon de nuevo.
—¿Quién es? —me acerqué, miré por la ventana y abrí la puerta.
—¿Qué quieres? —pregunté, extrañada de verlo allí.
—Teníamos un proyecto juntos, ¿no recuerdas?
Era verdad. La profesora de sociales nos puso en parejas para hacer una exposición y Dante había elegido trabajar conmigo.
—¿Y por qué no me escribiste? —le pregunté.
—Preferí venir personalmente.
Entró y se sentó en el sofá. Nala se acomodó a su lado.
De nuevo, golpearon la puerta.
—¿Ahora quién será...? —abrí, y era mi madre. Traía dos maletas súper grandes, como si viniera a quedarse en mi casa.
Y me devolvió al pasado…