El lobo de alaska

9

Mi madre emergió de aquella habitación tres días más tarde, pero no como las veces anteriores. Fue distinto. Parecía haber olvidado su enojo a causa del cachorro; sin embargo, esta vez sentí el impulso de algo más fuerte, feroz, que pasaba por mi lado en la cocina para ir a la nevera, abrirla, y después batir los huevos de la tortilla. Una especie de monstruo mari- no que se abre paso entre las aguas y saca la cabeza, y te atraviesa con unos ojos profundos como dos bali- nes expulsados al vacío. Entonces comenzaron las salidas. A todas horas. Sin decir a dónde iba, como siempre fue costumbre. Sin dejarme ninguna nota escrita sobre la mesa del comedor, pisada con una de aquellas manzanas horribles, si es que yo no llegaba aún de clases.

Solo era eso. Entrar. Salir.

Alguna vez pensé que se atrevería a romper la barrera de sí misma para llegar al otro día. Pero no. Volvía a las dos, a las tres de la mañana, sigilosa como un ratón.

Los encuentros con aquellas amigas de los miér coles también se suspendieron. Ahora las semanas transcurrian como babosas que aseguras están inmóviles, y cuando vienes a notarlo han alcanzado, arrastrándose, la otra esquina. Jamás lo hubiera ima- ginado, pero empecé a extrañar la rutina de los gri tos del bingo, los esmaltes para uñas, las recetas de mascarillas, las Cosmopolitan abiertas sobre el sofá Se me iba haciendo necesario todo ese rollo cursi de la botella de vino que ya no amanecía en la cocina y las risas.

Comencé a comer sola sentada en aquella mesa redonda. Era solo meter la cuchara en la olla eléctrica y sacar comida de allí. A veces arroz con algo dentro. A veces frijoles con cubos de carne. A veces una sopa grasienta que olía a remedio para la tos, a naftalina. Capitán Flynn batia la cola contra el mosaico, senta- do sobre el trasero. Lanzaba un gemido reclamando la masa de pescado que yo escarbaba del arroz para él, los cubos de carne, el tocino de la sopa. Mientras tanto, la comida para perros de su plato era aprove- chada por hordas de hormigas amarillas. La natura- leza es así: no hay desperdicios.

Mi madre se marchó de casa un jueves. Pensé que volvería el viernes. También lo pensé el sábado. Pensé en buscarla en los hospitales, pero yo jamás habia tomado esa ruta de autobús y no tenía valor para subir a un taxi sola. Pensé buscarla en los bares, pero ella no bebía. Pensé llamar a la policía porque habia

escuchado en la tele que las primeras horas resultan primordiales, decisivas. De todos modos, el Renault había desaparecido. En su espacio de parqueo que daba un brillante charco de aceite que se había com- pactado con el tiempo. Su ropa interior no estaba -esos calzones de encaje que siempre deseé cortar en tiras-, casi todos los zapatos habían desaparecido junto a las blusas del diario, las de salir, los estuches del rubor para mejillas, sus odiosos esmaltes. Las maletas no estaban en el estante alto del clóset. En ese lugar quedó un hueco tan delineado, tan perfecto y profundo como el hueco que se iba formando en mi estómago. Una especie de vacío minúsculo que advertía de cosas por suceder, de pérdidas irremedia- bles, de un vacío mayor, monumental, ancho y largo como el ojo de una estrella que te revienta entre los dedos y lo succiona todo, se lo traga todo.

Papá se dejó arrastrar dócilmente por el agujero negro. Ni siquiera hizo alarde de afincar los pies en el suelo, de resistirse. No pusimos denuncia en la policía porque era evidente lo ocurrido. Mi madre se había largado en total libertad, dijo él. Tal vez a bus- car su vieja familia en la frontera con Panamá. Tal vez a crear una nueva familia.

Conmigo el asunto fue distinto.

La esperé desde ese día y creo que aún lo sigo haciendo.

-Venga, Olivia, cambia esa cara. Las decisiones de los otros se respetan -había dicho mi padre una

noche. Estábamos decidiendo qué hacer con las cosas de ella que habían quedado por la casa: guardarlas donarlas a algún sitio-Estaremos bien.

-No sé. Quizás-murmuré. Quería creerle. Des- cubrir lo que realmente escondían sus palabras. Lo que ocultaba tras aquella conducta de increíble.com prensión.

Yo quería ir más allá. Forzarlo a mirarme mientras hablaba. Verlo golpear la pared con el puño muchas veces, hasta volvérselo sangre. O sacar el álbum de fotos de la boda y hacerlo trizas. O montar aquella ropa que había quedado en una pila, en el patio, rociar- le alcohol encima y prenderlo todo como una pira mortuoria.

Quería creer que estaríamos bien y no podía. Eché un vistazo a su habitación. Ropa sucía amon- tonada en los rincones, tal vez también la limpia. Zapatos tirados de cualquier modo, tal y como salían de sus pies. Sobre la cama, libros que tomaba para leer y estaba segura de que no los abría. Las frazadas hechas un lío, las sábanas arrugadas y salidas del col- chón en una esquina. Vasos de leche a medio beber en la mesilla. Monedas, periódicos, bolígrafos. En la pared seguía el mismo espejo con aquellas fotos de nosotros encajadas en el filo. Si tan solo hubiese qui- tado las fotos de ella, yo hubiese presentido que todo seguía el cauce normal, que mi padre se estaba com- portando como lo hace cualquier hombre en estos casos. No era asi

Como yo, él también esperaba. Pero su espera y la mia eran distintas

-Vale, Olivia-dijo. Tal parece que había alcanza do a leer en mi rostro la decepción que todo aquello me causaba-. Buscaré trabajo en San José y pondre- mos esta casa bien bonita. Lo peor ha pasado, ¿verdad?

-Te ayudaré-dije sin mirarlo a los ojos. Ahora era yo la que rehuía su mirada, la que no dejaba que le leyeran lo que escondía.

-¡Perfecto! -exclamó mi padre palmeándose con ambas manos las rodillas-, Empezaremos por pintar las paredes. Están muy aburridas.

Miré en derredor. Me gustaban las paredes blan- cas, pero no lo dije.

La tristeza no se iba de mí.

Por más que nos imaginaba juntos caminando por San José, haciendo reformas en la casa, sacando a pasear a Capitán Flynn, la tristeza no se iba.



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En el texto hay: una adolescente

Editado: 06.07.2023

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