Un resplandor dorado parecía devorarlo todo y todo, a su vez, intentaba emanar de aquella luz. El techo, la repisa, los vagones del tren eléctrico, la foto de Queen y los tomos de Ivanhoe eran dorados y refulgían como armaduras antiguas.
Tras el incidente de la noche, yo había dormido de golpe y ahora el sol entraba como una tromba por el recuadro de la ventana, la cortina incapaz de detener semejante estallido. Tenía un asunto entre manos, solo uno, me dije con una claridad que me causó gran asombro. No es normal que despiertes con la cabeza tan despejada después de zambullirte en gel y pelear con medusas.
Quería saberlo todo del lobo. Seguirle el rastro. Buscar yo sola las migas en el camino que conducía hasta el animal, ya que no existían migas que condu- jesen a un camino hacia mí misma.
Salté de la cama, descorrí la cortina, tomé una ducha y media hora más tarde desayunaba en la mesa del comedor con los cabellos escurriendo gotas de
agua sobre mi abrigo. Esa mañana cocinaron huevos con tocino que eran una delicia. La boca se me llenaba de saliva constantemente mientras los s en los platos, con lascas de pan de centeno encima servis
-Anoche... -comencé. Los ojos de las dos muje res se alzaron expectantes hacia mí. Tomé aire pan seguir con más aplomo; no me gustaba la voz de fla ta que me había salido-. Anoche escuché otra ve esos aullidos.
-¿Cuáles? ¿Los del perro? -preguntó la señora Jacqueline como al descuido, perdiendo el interés y regresando a los huevos fritos.
-No -dije escogiendo las palabras antes de seguir, aunque no sabría explicar por qué lo hice-. El perro está aquí mismo y además es muy chico, ayer lo vi.
La señora Jacqueline siguió con su rutina del desa- yuno, puso crema en su café. Logré percibir el olor dulzón escapando de su taza, llegando hasta mí, el sonido metálico de la cucharilla contra la porcelana de la taza, muy delicadamente. Adoro sonidos asi Olores así. Me dan paz. Entonces, ella lanzó como una catapulta:
-¿Y qué crees tú, entonces?
¿Qué podía creer yo, recién llegada de tierras remotas, una planta trepadora de la selva?, parecía decirme mientras se alargaba en la silla hasta quedar erguida como una varilla.
¿Qué crees tú?», preguntaba a veces mi madre cuando se rizaba el pelo con la permanente que des-
pediese olor a amlaco parecido a caño obstruido Qué trees a preguntaba mi padre desplegando sobre la mesa los folletos de la reserva a la que se iris amabajar quince días seguidos Pagan hiens, dijo Wera muy chien pero entendía a las claras en cada cash, el tipo de respuesta que los adultos esperaban de mi
-Puedo ir sola hasta la tienda? Necesito comprar algo-pedi
-Este lugar no es Centroamérica -respondió la señora Jacqueline hablando con el huevo, o con el plato, porque no levantó los ojos de ellos- Puedes if a donde quieras sin peligro. Solo recuerda el camino para volver
Otra vez el camino. Las migas. Si algo hubiese deseado con toda el alma, en aquel entonces, era justo lo contrario. Perder el camino. Olvidarlo todo. Que los pájaros se comiesen el maldito pan, el cochi no pan. Volar sin brujula, sin norte ni sur, por encima de ese mar hasta volverme un punto de nada en el horizonte. Un punto minúsculo que nadie alcanzara a reconocer como parte de Olivia, aunque señalaran con el dedo hacia mí. O que, en caso de verlo, imagi- naran que tan solo era una mosca parada allí.
-Entonces daré un paseo más largo -dije-. Voy a estar un rato en el muelle. Ya saben, por si me necesitan
¿Quién te podria necesitar, Olivia?
Vesti un suéter más delgado porque el día anterior había sudado de lo lindo llevando a cuesta al perro
de Willy. Una vez en la calle, demoré un segund para orientarme. Aquello de no perder el rumbo era para partirse de la risa. Ya nadie memoriza direccio nes. Vamos a todos lados guiados por el GPS de un teléfono y ni siquiera pensamos en ello, no lo decemos de lo simple que resulta. De igual modo, el pueblo no dejaba un resquicio por el que pudieras perder el rumbo, una grieta para caer de improviso en otra cosa, un giro imprevisto que llevara la calle a un nuevo sitio. No. En Alaska todo es recto, diáfa no como la cuadrícula de una hoja de cálculo, simple. Hacia la derecha se abría el mar en forma de abanico azul. Hacia la izquierda se alzaba el bosque de arces con sus hojas afiladas como agujas perennemente nuevas. Torcí el rumbo decidida. Había metido un sandwich y dos botellas de agua en la mochila. agra-
Caminé a paso rápido por calles que se volvían cada vez más estrechas, vi casas que comenzaban a espaciarse unas de otras, como deseando alargar el pueblo a toda costa. Llegué a un punto donde todo acabó. Giré sobre mí misma, observé el pueblo deli- beradamente, estudié sus tejados en forma de picos, el mar de fondo, el rastro en el cielo de algo que antes pudo ser una nube. Contemplé todo aquello empa- pada en asombro, incapaz de creer que estaba allí. Aspiré hondo para seguir. El aire pasó por mi nariz haciéndome cosquillas. Una Olivia quedó allí para siempre, detenida en las fronteras de su antiguo ser, inservible como un juguete sin pila. La otra enfiló hacia el bosque a paso vivo, la mochila entrechocando con su espalda, las botellas de agua provocando
un sonido sordo al golpearse entre si. Si no hubiese entrado al bosque aquel día, no sería lo que hoy soy. Existiría esa otra Olivia que dejé atrás, viviendo su otra vida.
Pero a veces todo es tan fácil como decidirse. Y a veces solo basta abandonar el libreto, cortar en
dos el hilo.
El bosque no tenía nieve en esa época del año, aunque meses más tarde se desató una ventisca que dejó todo blanco, una masa compacta en la que Willy y yo nos hundiríamos hasta las pantorrillas un día. Pero ahora el suelo era mullido y mis pasos parecían rozarlo todo, provocando un susurro semejante a la tela de un vestido. Había piñones por doquier; enor- mes, perfectos para colgar en un árbol de Navidad de mentiras. Algún pájaro cantaba sobre mi cabeza. «So-bre-mi-ca-be-za», repeti. No pude distinguirlo.