El lobo de alaska

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Capitán Flynn fue el primero en saber que mi padre iba a morir. A mí me costó varios meses darme cuen- ta. Habíamos limpiado la casa a conciencia para libe- rar nuestra vista de aquellos adornos ridículos de mi madre. Se fueron todos al depósito de los trastos envueltos en plástico de burbujas porque finalmente no tuvimos valor para deshacernos de ellos. Le dimos duro con el cepillo al charco de aceite del parqueadero y salió íntegro, aunque su sombra quedó pegada al piso. Cambiamos los muebles de lugar, botamos del baño los felpudos color café con girasoles dibuja- dos, clavamos los espejos en las paredes opuestas, tiramos los condimentos exóticos de la cocina y las Cosmopolitan repletas de trucos anodinos, pintamos el interior de la casa de amarillo. La energía fengshui de mi madre se cortó de cuajo, dejó de circular por las estancias y, sin embargo, todo parecía más amplio, natural, más de este mundo. Comíamos albóndigas con sabor a plástico calentadas en el microondas, y arroz con maíz.

Mi padre habia regresado a trabajar a San José, yuna oficina. Tenia un computador para solo pasha ndo horas metiendo números en unos do tos de Excel que enviaban después al Ministeri de Justicia Parecia más delgado. Parecía más meti do en si mismo. Una tortuga en su caparazón, fil de un organismo sedimentado en el Paleolitico Gravitaba en esa especie de nube que yo no compres dia, había olvidado reír y pasaba todo el tiempo con aquella expresión de angustia entre las cejas, pendien te de todo-las cuentas, las facturas, comprar com da, como un trapecista que se enfrenta a un acto muy dificil y tome perder el columpio en el último segundo.

No traia regalos de la oficina. Dijo una vez que todo se había vuelto aséptico en su vida, predecible, como pasar un trapo con alcohol sobre una superficie y saber que después quedaría sin bacterias. ¿De qué valdría traerme un marcador verde o azul? ¿Para qué una caja de clips medianos o chiquitos? ¿Un sacagrapas, un boligrafo? Mi padre era como esos Arboles que extraes de la selva y plantas en el caos de la ciudad. Puedes cubrirlo con mil capas de abono y de todas maneras morirá, seco, triste. Exo hizo.

En las noches, venia a mi habitación y leía para mi algunas páginas de un libro. Casi siempre eso. No le gustaba hablar de la reserva; de mi madre, menos aún. Hablamos corrido una especie de velo sobre todo, como esos muebles que proteges del polvo cuan- do una casa queda a la espera de nuevos inquilinos.

Capitán Flynn se metía a la cama con nosotros. Una

vez, comenzó a olfatear la barriga de mi padre, a pasar su lengua por allí. -¿Qué haces, chico? -Mi padre lo devolvió a su posición original, entre nosotros dos.

Capitán Flynn no se estuvo en el sitio. Volvió a llevar la cabeza sobre la barriga de mi padre, lanzó un suspiro bajito y se quedó así. Se convirtió en su pose favorita. Cuando yo iba a praparar palomitas en el microondas y volvía a la sala preguntando si me había perdido la mejor parte de la película, Capitán Flynn ya me había sustituido en el sofá y tenía su cabeza allí, la dorada oreja pegada al ombligo de mi padre, como escuchando algún susurro, alguna señal, los movimientos que hacía el cáncer replicándose a sí mismo en las paredes del estómago, necrosando sus tejidos. Algo que nosotros no pudimos percibir hasta meses más tarde, pero los perros tienen unos senti- dos finos. muy

Fue su manera de no ver más la inmensidad del clóset, la pila de trastos sucios del fregadero, el depó- sito de la basura hasta arriba, el otro lado de su cama vacío. Fue su modo de salirse de la historia, nuestra historia, una forma de apagar el videojuego que me pareció egoísta, porque mi padre dejaba personajes atrás. Me dejaba a mí. Eso pensé aquel día que lo vi desparramar sobre la mesa los estudios médicos y las biopsias, y recordé aquella otra vez que me mostró los folletos de la reserva, brillantes como un juego de Naipes sin estrenar.

Eso pensé, si. Ahora comprendo mejor las cosas Solo puedes enlazar los puntos mirando hacia atrás Solo le hallas sentido al mar en el que te has bañado durante las vacaciones cuando regresas al aburrimien to de las clases y la dureza de un pupitre. Entonces, hasta el menor grano de arena que antes te hubiese molestado entre los dedos te parece algo estupendo, magnífico.

Mi padre dijo cáncer y se le notaba el esfuerzo que hacía adornar el momento, buscando compen- para sarme por el cubo de agua helada que acababa de tirar- me encima. Trajo pizza de peperoni, como si en vez de escuchar lo que contaba del tratamiento de quimio, los avances de la ciencia y las ampolletas homeopá- ticas que curaron a cierto amigo de un amigo, lo lógi- co fuese que yo masticara la noticia al mismo tiempo que la pizza. Que en verdad no masticaba. Tragué los trozos enteros; era solo pegar un mordisco y sentirlo bajar por mi garganta, el mejor modo de arrastrar el nudo de lágrimas que se iba formando allí. Pero no hubo quimio.

Solo un vacío raro abriéndose en paréntesis. Olor a hospital. A cloroformo. A rosas. El entrar y salir de vecinos de la casa. Los maestros avisando al psico- logo de familia. Los parientes de mi padre llamando desde Alaska, hablando en una lengua que entendía. Los vecinos no entendían. Los maestros no entendían. Yo tampoco entendía porque nadie entender. Tenía miedo. Estaba nerviosa como un no quería
cobayo de laboratorio que siente abrirse la puerta de su jaula y sabe lo que se le viene encima. Eras un estorbo, Olivia.

Eras solo eso, un pequeño estorbo para los adul tos. Un estorbo que a la vez causaba pena, y hacía que algunos se preguntasen por qué la vida es tantas veces extraordinariamente absurda.

¿Qué puedes hacer con una chica de quince años que de repente ha quedado sola?

¡Bingo! Mandarla al fin del mundo, dijo el juez de familia.



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En el texto hay: una adolescente

Editado: 06.07.2023

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