Finalmente, llegó el día en que si necesité mis toallas
La dinámica de aquella familia era cada vez más clara para mí. En Costa Rica, el psicólogo de familia me había enseñado un esquema que, según él, prove nía de la terapia Gestalt y podías aplicar a cualquier situación de tu vida. La terapia Gestalt había resulta- do un fracaso, según él, por culpa de los jipis y la new age, que la hicieron trizas a fines de los sesenta, y de paso también se tiraron lo bueno que quedaba en el mundo. Pero el esquema para entender la dinámica de una familia seguía siendo increible.
El mio había quedado más o menos así.
La señora Jacqueline parecía poner de su parte para quererme, pero no lo hacía.
La tía Dana parecía no esforzarse en quererme, pero sí lo hacía.
El tío David era un misterio, la variable descono cida de la ecuación y ya sabes, entonces toca echar cabeza con los números. Cuando no estaban lasmujeres presentes, el tio David se volvía pegajoso, una auténtica melcocha conmigo. Cuando una de ellas, o las dos, estaban allí, tomaba otra actitud; levantaba un muro de ladrillos o de cubos de hielo que él podía derretir en cualquier momento, la siguiente vez que estuviese a solas conmigo. Comencé a evitarlo. Y tracé un recuadro rojo sobre su nombre, en el ma Gestalt: «Peligro>>. esque-
Tomé de mi dinero y sali. Tal vez esto era lo único que había a para agradecer del carácter precavido que mi padre se forjó a lo largo de los años. Pudo asomar- se a mi futuro. Logró echar un vistazo a lo que ocu- rriría, como si alguien le hubiese tirado las cartas y el ahorcado boca abajo hubiese salido antes que ninguna. Había dejado un seguro de vida para mí. De momento, el dinero esperaba depositado en una cuenta. De ella me permitían extraer una cantidad mensual, suficiente para mis gastos. El resto lo toma- ría cuando cumpliese la mayoría de edad. Y ya sabe- mos: después Capitán Flynn y yo volaríamos como vuelan los cohetes del 4 de julio en Estados Unidos.
El día se notaba más frío de lo habitual. No te pue- des fiar de Alaska. El blanco invierno siempre esta ahí, detenido, dispuesto a desplomarse sobre ti.
Willy no estaba en la tienda. Había salido a entre- gar un domicilio y me alegré porque no lo quería pegado tras de mí, mientras yo intentaba distraer- lo para coger las toallas. Pero al mismo tiempo me desencanté porque quería verlo; así es la vida deambigua. Al ver mi cara, el encargado dijo que podía esperarlo porque, en vez de caminar, ese chico corría.
A ver si no tira la bolsa con la compra esta vez. No hace tanto lo hizo. Se rompieron los frascos de mermelada y ya le dije que no pienso reponerlos de mi bolsillo. El muy despistado -dijo «despistado pero sele notaban las ganas de soltar «estúpido».
El hombre tenía mirada de buitre y no paraba de pasarla sobre mí, como un escáner que debe detectar el hueso roto y no lo consigue. Finalmente, meneo la cabeza y comenzó a pasar un trapo cargado de pelu- sas blancas por la cinta corrediza de la caja, deján- dola absolutamente sucia, con las pelusas simulando una nevada en la superficie oscura de la cinta. Todo me hacia recordar la solidez del frío.
Aproveché para escabullirme hasta el pasillo 5 y coger mis toallas. El encargado las envolvió en tres bolsas plásticas-tal y como le pedí- observándome muy fijo. Senti rabia y miedo bajo aquella mirada. Pero más miedo que rabia. Me contuve.
Cuando la campanilla de la puerta sono, me alegré, lo juro. Y cuando Willy lanzó un grito bajito al descu- brirme y vino corriendo, el alma se me calentó en el pecho y pegó un brinco.
-¡Olivia! -exclamó frenando en seco ante mí. Tenia que alzar un tanto la cabeza para encontrarse con mis ojos, y eso le hacía parecer uno de esos angeles que miran hacia lo alto en las pinturas, con el cabello cayéndole en flequillo sobre la raya de las cejas y un punto de luz en las pupilas. No había olvi dado mi nombre.
Hola, Willy. ¿Cómo está Gulliver?
-Ese perro es increíble. ¿Viste lo que hizo? -Es normal-dije-. Estaba sin correa.
-¡Claro! No puedo olvidar ponérsela. ¡Nunca más puedo olvidar ponérsela!
Parecía haber olvidado lo ocurrido. No mencionó el asunto tan feo con su padre. Después, comprendí que el cerebro de Willy funcionaba de este modo: seleccionaba solo recuerdos agradables para él mismo, como una especie de defensa, de escudo. El resto, los acontecimientos más tristes, o tal vez los más absur- dos para la lógica de Willy, era capaz de procesarlo en su cerebro como una especie de trituradora de papeles, y enviarlo al vacío. Gracias a esto la mente de Willy era una especie de lago rutilante y terso, sin arrugas, siempre limpio.
-Son tres-me contó después Willy haciendo girar su silla en el McDonald's. Jamás he visto sillas giratorias en los McDonald's sino en Alaska-. Hace poco fui a llevar un domicilio y ellos me lo quitaron. La mermelada se rompió, Olivia. Me lo van a des- contar del cheque del viernes. Pero no importa, me quedan veinte dólares todavía.
Sacó un billete del bolsillo para demostrar que no mentía.
El encargado le había permitido tomar su tiempo de almuerzo. Treinta minutos. Pero dijo que no arma-ria lio si nos pasábamos un poco. Mientras lo decía, miraba hacia mi busto marcado en la lana del sue te y no a mi. Era asqueroso, lo sabia. Por eso aquella mirada lasciva cuando envolvió mis toallas.
-¿Te han golpeado alguna vez?-se me ocurrió preguntar sin darle todavía un mordisco a mi ham- burguesa. Solo picoteaba las papas mientras Willy me contaba lo ocurrido. Por eso había llorado la tarde que su padre nos gritó, supe.
-Eso no. -Se quedó como ausente mientras regresaba a un punto del pasado, poniendo aquellos ojos que ya le iba conociendo, como de sol que casi se termina. Hasta que emergió un recuerdo en su memoria, solo uno-: una vez me dieron con una pie- dra. Fue aquí. ¡Mira!
Agarró mi mano y la llevó hacia la parte posterior de su cabeza. Debajo de los cabellos, pude sentir el relieve de una cicatriz.