Entonces, decidi regresar al bosque. Me consumian las ganas de buscar el pedazo de sandwich, ver si seguia alli. Aunque tal vez se lo hubiese merendado otro animal. Decidí que lo mejor era llevar, en esta nueva incursión, un trozo de carne cruda.
Lo haría el sábado. Podía buscar cualquier excusa, decir que saldría a caminar un rato por el pueblo, que iria al muelle a contemplar la bahía que se mostraba animada los fines de semana por cuenta de los turis- tas, y comer salchichas. A la tía Dana no se le anto- jaría acompañarme porque los sábados su marido estaba en casa. De paso, me evitaba tropezar con ese imbécil en la cocina. Parecía esperar que yo estuviese allí para entrar. La última vez que lo hizo, tomó la bolsita del té que yo estaba colocando en el pocillo de agua caliente y dijo que lo mejor era hundirla en el agua, y después sacarla. Lo hizo repetidas veces de un modo que desató escalofríos por mi columna.
El viernes en la noche estuve planeando la huida mentalmente. Lo hacía mientras repasaba el
esquema Gestalt en mi cuaderno. Es un esquema dinámico y cada vez que finalizas una semana debes anotar los cambios respectivos. Había pensado en dejarlo todo igual, pero no seria justo. Asi que arran qué la hoja del cuaderno, la hice a un lado y comen cé a formar un nuevo esquema en la hoja que quedé limpia, con el nombre de Willy encima, ocupando el primer recuadro. Esta vez el recuadro no era rojo, sino amarillo. Le asigné ese color a Willy porque sus ojos eran tan dorados como aquel sol que entró por la ventana de mi habitación un día, y su rostro era así, como hecho de luz. Por eso el amarillo lo definía de un modo fantástico. Ya no me parecía una caricatura de pitufo Willy, sino la copia de Christopher Reeve enca- rando con valor la tetraplejia después de haber sido Superman para el resto del mundo.
También debía poner una palabra encima de su nombre. Algo preciso, como el extremo de un alam- bre con corriente que unes a otro alambre parecido y se forma la chispa. Tal como la palabra peligro en el recuadro del tio David me ponía sobre aviso. O la palabra Canon en el nombre de la tía Dana me recor- daba su memoria prodigiosa. O la palabra vibora en el recuadro de la señora Jacqueline dejaba claro que no podía ofrecerle la mano, porque mordía. Y así comprendemos mejor de qué va este asunto de la Gestalt y la psicología. Un rollo que ayuda si se le pone atención.
Pero por más que lo pensaba, no sabía cuál pala- bra adjudicarle a Willy.
Hasta que lo vi claramente. Serian dos, no Submarino amarillo Terminé el nuevo esquema con un suspiro de ali vey tocaron a la puerta
Era extraño. Nunca molestaban después de la comida
-Olivia, mañana tendrás visita.
Tendrás, habia dicho la señora Jacqueline. No endremos sino tendrás». No pude imaginar qué especie de visita podia yo recibir en aquel lugar. Era absurdo.
-Yo... no...., es decir, no conozco a nadie aquí -logré balbucir. Mis palabras parecían el gorgoteo que hace el agua en una tubería obstruida.
Además de lo extraordinario de la noticia, tam- bién debía batallar con la puerta. La sostenía con una mano; la otra la había colocado en el marco, mi cuerpo lo suficientemente ladeado de modo tal que obstruyese la entrada a la señora Jacqueline, pero de un modo casi imperceptible, que ella no notase lo que hacía. Encima del escritorio estaba el esquema Gestalt con la palabra víbora escrita con mayúsculas.
-El hombre que viene fue amigo de tu padre. El mejor que tuvo. Una vez le salvó la vida, o algo así -dijo ella mirando por encima de mi hombro. Estaba claro, quería que yo abriese otro poco la puerta, seguir.
-Gracias por avisarme -exclamé sin soltar la puerta. No, no lo haría ni aunque un regimiento de infanteria me pasase por encima-. Me levantaré tem- prano y estaré lista.
-No hace falta tanto, niña-me espetó ella con aeritud Dijo que vendría a media mañana. Eso s te vistes seriamente porque es alguien importante
Dio la vuelta. Se fue arrastrando sus alpargatas por el pasillo. Odiaba ese sonido a base de rasgufios de las suelas de las alpargatas. Odiaba vestirme seria mente porque era lo que siempre hacía. Dócil. Buena chica. Anodina.
Cerré la puerta, le pasé el seguro y pegué la espal da en ella. Mi padre había tenido un mejor amigo. Un amigo que salvó su vida. Nunca me dijo. Pero, ¿en realidad de cuál padre estábamos hablando? ¿Del mismo? ¿Aquél que parecía no tener pasado, origen, ni familia? ¿Que parecía haber nacido a las 12:01 de la noche del 2000?
Me senté otra vez ante el escritorio. Puse la luz de la lámpara al mínimo y estuve rato en esa semipe- numbra, contemplando mi vida. Después, agregué un recuadro al esquema Gestalt: mejor amigo. El día siguiente no tendría paseo al bosque, pero estaba segura de tener una palabra para escribirle encima.
Cerré el cuaderno, levanté una esquina del colchón y lo escondí.