En la Reserva Sarabi, de Sudáfrica, donde vivo actualmente, no cae nieve aunque los inviernos siguen siendo crudos, fríos. En la casa que habitamos tenemos pocos muebles, pero hay una repisa. He puesto en ella la bola de cristal que Willy me regaló cierto día.
Es la típica bola de cristal que cuando agitas hace volar nieve sobre un pueblo diminuto. Se supone que es Navidad ahí dentro. Nadie se pregunta si tal vez esa nevada esté cayendo en noviembre o en enero, porque aunque esas dos posibilidades existen nos resulta más cómodo creer que es Navidad y que den- tro de esas casas las familias se encuentran reuni- das, apretujadas amorosamente como se apretujan las cerillas en una caja, todas del mismo lado, todas felices, sin competir entre ellas por el espacio que Ocupan. Del mismo modo, imaginamos que en esas casas huele a carne asada, a pastel de manzana tibio, a pan de frutas, a alfombras extendidas frente a una chimenea crepitante, a medias de lana con rayas de
cores, a uvas y vino. Sobre el pueblo de la bola de cristal flota la melodia Noche de paz como una espe cle de mantra capaz de abrazarse con el mundo.
Tiene que ser esa canción y no otra. Lo sospechas O más bien lo determinas. Te inoculan desde niño la ternura hacia el invierno, la Navidad, sus olores, sus colores, su melodia, aunque esa bola de cristal haya sido creada, envuelta y embalada en su caja por la persona que se hacina en una fábrica, alguien que jamás ha visto la nieve, ni la verá en su vida.
A veces la tomo en mi mano y la dejo quieta. Siento miedo. No voy a agitarla; ya sé que la vida no es tan simple como eso.
He comprendido que las noches más olorosas, que las escenas más tiernas del invierno pueden fractu- rarse como se fractura el vidrio de una esfera al cho- car contra el piso.