El lobo de alaska

15

El hombre estaba de espaldas y contemplaba el gramófono de la sala, le ponía sus dedos encima. Aquella espalda cuadrada trataba de abrirse paso en mi memoria, de emerger de algún recodo. Pensé que eran mis nervios traicionándome. Me estiré el suéter color mostaza con cuello de tortuga --horriblemente serio, eso sí, con ambas manos, y seguí a la señora Jacqueline.

-¿Cómo está usted, gobernador?

El hombre pegó un giro muy gracioso sobre los tacones de las botas.

Y quedamos boquiabiertos; paralizados los dos, como de mármol, sin saber qué decirnos.

-¡Pero Olivia Aceitunas! ¿Qué haces aquí? -reac- cionó por fin él, antes que yo.

Debí i ponerme roja como un pimiento porque el hombre de las visitas al sanitario estaba en nuestra sala. El «abre y ejecuta», el mismo que me había autorizado a vaciar los restos de sandwich mezclados con jugos gástricos en el bolsillo de la silla del avión.

La mano que extendi debía estar helada, pero él hizo caso omiso a mi saludo y me atrajo hacia su pecho, apretando mi cuerpo con dos brazos que parecían ser, en aquel momento, los únicos que conservaban la temperatura perfecta.

-Pero... ¿ya lo conocías? -preguntó la señora Jacqueline pasando la mirada de uno al otro. Se nota ba perdida, como si alguien le hubiese cambiado su libreto en el último minuto, sin aviso.

-Del avión -dije.

-¿Cuál avión?

-El que estuvo a punto de matarnos -dijo él.

-¡Oh! -se asombró ella-. ¿Vinieron juntos en ese vuelo? -En sillas contiguas, si señora -dijo él, llevándo-

me por el codo hacia el sofa y sentándose junto a mí.

-¡Qué pequeño es el mundo, Olivia Aceitunas! ¡Mira tú! -exclamó luego de mirarme unos instantes, como buscando trazas de los genes de mi padre en mis facciones. Y al parecer se topó con alguna, por- que siguió-: ¡Vaya que me hace feliz verte! Es como revivir los tiempos de mi juventud. ¡Si supieras las locuras que hicimos tu padre y yo juntos!

¿Qué podía saber yo?, me pregunté en silencio, pero no encontraba en mi interior una gota de mala voluntad hacia él.

Sus ojos despedían ese brillo que despide un cen- tavo en el andén y te encandila, y debes agacharte a recogerlo antes de arrepentirte de haberlo abandona- do a su suerte.
Se me ocurrió de pronto que si los muertos pueden vernos a través de alguna ventana, mi padre estaba ahora asomado a aquellas pupilas.

Deseé con toda el alma haberme puesto un suéter

menos repulsivo, menos mostaza; tal vez el azul.

-¿Cómo supo que yo..? -¿Que estabas aquí? -terminó él la idea.

-Eso mismo. Si.

-Sencillo. Me topé con David en un pasillo de la gobernación. ¿Quieres ir?

-¿Ir? ¿A dónde?

-A la gobernación. Conste que no invito a todo el mundo.

Se puso en pie y yo hice lo mismo. La señora Jacqueline estaba mirándonos con esa expresión que debe quedar en aquellos que no han sido invitados por el gobernador. Nunca.

-Puedo. -La inflexión de mi voz era cualquier

cosa menos pregunta.

De todos modos, iría. Ella lo sabía.

-Claro -dijo.

-Olivia Aceitunas almorzará conmigo - dijo el gobernador rumbo a la puerta. Yo lo seguía-. Espero que no pida un sándwich de ensalada fría.

Sentí un salto en el estómago y la boca se me llenó de saliva. Comencé a sentir náuseas y debí ponerme pálida porque el gobernador, que estaba por bajar los escalones de piedra, se detuvo.

Pero el frío del exterior cortaba el recuerdo del sandwich de aceitunas pidiendo salir, y el avión dando tumbos.

-No lo vuelva a hacer. Casi vomito el desayuno -dije. Vi claramente las orejas del gobernador que toma

ban un hermoso -y merecido- color púrpura, -Oh, lo siento -exclamó arrepentido-. No volve rá a ocurrir, Olivia Aceitunas.

Subimos al convertible de color lapislazuli estacio nado en la calle y descorrió el techo en completo silencio ante mis asombrados ojos, si acaso con un zumbido apenas audible. Abroché el cinturón y dedi- qué una rápida mirada al portal de la casa. Las flores brillaban al sol, las ventanas provocaban esa sensa- ción de perfección del vidrio recién aseado, los sillo- nes eran mullidos, estaba segura, aunque jamás me había sentado en uno, el columpio parecía más colum- pio que nunca.

Nos fuimos al centro de la ciudad. Las calles resul- taban un tanto familiares para mí. Era la ruta que transité del aeropuerto hasta la casa el primer día y los detalles habían quedado en mi memoria. Pero ahora las cosas tenían alma propia y la pesadez del hielo no se cernía sobre ellas para devorarlas vivas. ¡Cuánto cambia nuestra percepción! Todo depende de tu estado de ánimo, de la persona que vaya go. Simplemente me gustaba ir allí, repantigada en el cuero tibio del asiento, sintiendo en la cara el impulso del aire conti- que cortábamos, en los cabellos. Me gustaba

el hombre que estaba a mi lado, me gustaba su silen cio sereno, me gustaba saber que era recto como una saeta, un «abre y ejecuta». Me gustaba la canción que habia elegido con cuidado para mi-estaba segura de que no la había puesto al azar, que la había elegi- do- ni muy nueva ni demasiado vieja: Angie, de los Rolling Stones.

Lamenté amargamente cuando en la siguiente esquina vislumbramos el edificio de la gobernación. un dado pintado de gris con múltiples puertas y nueve pisos. Después supe que era el edificio más alto del pueblo, y que a las personas no les gustaba entrar por miedo a quedar atrapados en los ascensores, que eran cuatro y se notaban perfectamente seguros.

El despacho del gobernador tenía forma de semi- circulo y eso nos dio risa. Pero después me aclaró que era el resultado de una reforma que hicieron cons- tructores inexpertos en el piso. Se quitó el saco y lo puso en el gancho libre de una percha, tomó asiento en su sillón, detrás del escritorio, enlazó las manos sobre la barriga y dijo:

-Jamás hubiese imaginado conocerte, Olivia Aceitunas. Pero en caso de hacerlo, y es lo que ha ocu- rrido, el final siempre hubiese sido el mismo. Contarte lo que hice cuando tu padre y yo teníamos quince años y creíamos que el mundo era una pera bien dulce, que



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En el texto hay: una adolescente

Editado: 06.07.2023

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