El lobo de alaska

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Imaginaba el contenido.

Fotos

El domingo hice acopio de valor y abri el sobre, Estaban ahora desparramadas encima de la col cha de cuadros color indigo. ¿Acaso son las fotos fractales de una geometría

mayor, de un modelo matemático universal que esca

pa a muestro examen mientras se replica? ¿Era yo misma la repetición de mi padre, de sus errores, de sus gustos?

Unas fotos eran grandes. Otras tan chicas que no lograba percibir los detalles y debía hacerme una idea aproximada del contenido, Jamás habla visto fotos de mi padre en su juventud, antes de que llegara a Costa Rica. Pero había sido adolescente, joven como lo era yo en ese instante, Había llevado el pelo casi al rape yuna melena lisa. Casi siempre tenía esa risa suya en las fotos. Abierta. Natural

Me hicieron llorar aquellas fotos

Me invadió una tristeza enorme. Me aplastó la abrumadora seguridad de que no tendría más vida que esta. Asi de amarga. Una pastilla que casi no pue des tragarte, aunque la pongas en la punta de la lengua con azúcar.

Todo es mentira. Todo.

Todos ponen su mejor cara ante el ojo de una cáma ra, y dejan las otras escondidas.

Son pocos los que te dicen a la primera «mira, este soy yo, esta mierda es mi vida».

Aparté las fotos de un manotazo. Recordé a Willy y me limpie los mocos con la manga del abrigo. Eché la capucha sobre mi cabeza y sali.

El bosque estaba gélido esta vez y me recibió con un silencio si se quiere más espeso, más recogido. Tal vez simplemente se acoplaba a mi estado de ánimo por una especie de mecanismo invisible. Todo titilaba para mis sentidos.

Volvía a sentir aquella repugnancia del sandwich de ensalada y aceitunas en las tripas -¿es que nunca se iría?-. No había cargado nada de comida para alle- var al bosque; al salir habia alcanzado a recordar el trozo de carne cruda, pero no tuve ganas de montar un ardid para robarlo de la nevera en la cocina. En cambio, como no traía mochila a la espalda, me sentia más ajena a la realidad, más de mí. Podría empren- der vuelo allí mismo o enterrarme varias leguas en el piso, daba igual.

El bosque ocupaba un primer plano rutilante ante mi vista, recto como una autopista recién hecha, único.
Parecia vestirme.

Me adentré más de lo aconsejable en la espesura. Pero, ¿qué era lo aconsejable en aquel momento? ¿Acaso lo sabía? Solo deseaba caminar. Avanzar. Seguir

Algún pájaro martillaba a lo lejos. Golpeaba con ritmo. Callaba. Volvía. Entonces, senti pisadas. Pisadas acercándose.

Estaba bien si moría allí mismo, pensé sin mover- me. Las manos se me iban congelando. Colgando a los lados del cuerpo. Mis pies habían quedado algo separados entre sí, los ojos me ardían por el esfuerzo de abrirlos hasta la enormidad, buscando diluir el fino velo de la neblina que comenzaba a extenderse toda blanca, a expandirse entre los rectos troncos de los abetos, sin piedad, segura de estar ocupando su lugar, segura de estar regresando a sus dominios.

Había un lobo ante mí.

Emergió primero por partes, como inseguro.

Después pude verlo perfilarse totalmente, crearse en la realidad del mismo modo que lo creaba mi mente desde mi primera noche en Alaska. Salvaje. Absoluto.

Parecía hecho de obsidiana. Un pelaje áspero y potente lo envolvía con fiereza, pero también despe- día reflejos casi azules. Los ojos parecían dos estre- llas abriéndose al espacio que nos separaba. Y me miraban.

"¿Qué haces aquí?».

Allí eras tú la intrusa, Olivia.

No logré sostenerme por más tiempo y cai de ro llas. Lo haria de igual modo meses después, en a punto, una cerrada noche de invierno, por mot muy distintos. El lugar donde lo vi por primera seria también el último.

Una lágrima bajó pacientemente por mi mej buscando la comisura de mis labios, para estanca en ese sitio.

El animal entrecerró los ojos. Giró la cabeza. Me dedicó una última mirada y volvió sobre sus paso Lo vi mientras entraba en la niebla, por partes tam bién, hasta que solo quedó el punto oscuro de su lom brillando en mi retina. Microscópicas gotas se iban posando, como insectos, en mi pelo, en mi rostro, e mi abrigo.

Volví a casa ensopada hasta los huesos. Alucinando aún con lo ocurrido.

Dejé las botas en la puerta trasera del corredor y pasé directo a la cocina. Serví agua en un vaso y cuando iba a beberla, una mano me detuvo.

Se había acomodado detrás y echaba la acidez de su aliento sobre mi hombro. Su brazo me rodeaba. Apretaba su mano contra la mía, aplastándola contra el vidrio del vaso. En el agua puede ver el reflejo de mis dedos enrojecidos, enormes como gusanos, lisos Me revolví como una fiera en la trampa que acaba de cerrarse sobre ella.

-Te ayudo-dijo sin aflojar Logré evadir la presión de su mano soltando la mía. De algún modo al vaso se escurrió de los diez dedos que lo habian sostenido hasta ese momento, y se hizo añicos contra el piso.

El siguiente recuerdo es el de la tía Dana. Aún des- compuesta por la carrera en la escalera, en su cara esa palidez de los hallazgos, convencida de haber atrapa- do algo turbio entre nosotros, dando dos pasos hacia atrás, como el que pesca un trozo de podredumbre en el aire y recula ante el olor que despide.

-¡Qué haces, David! ¿Te has herido? -La fui a ayudar, pero no quiso -dijo él, buscán- dose indicios de cortaduras encima.

-¡Salgan todos! -ordenó la señora Jacqueline desde la entrada.

Atravesé la cocina como poseída por los efectos de un anestésico. Pasé frente a ellas tambaleándome, estoy segura. Solo quería alcanzar mi habitación. Subi las escaleras pero no tenía conciencia de lo que hacía. Ya estaba allí, trancando la puerta. Caminé sobre una alfombra de fotos, trepé a la cama pero no quería ter- minar en ella. No quería esa cama ni esa casa. Ni esas fotos. Ni el esquema Gestalt con sus cuadros girando a mi alrededor. Como esos juegos infantiles donde, por más que lo evitase, al terminar la música yo vería siempre enfrente el cuadro que anunciaba peligro. Vaso roto. Astillas. Vidrios, Camina de puntillas, Olivia.



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En el texto hay: una adolescente

Editado: 06.07.2023

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