-olivia!
Pegué un brinco.
-¡Maldita sea, Willy! ¡Casi me matas del susto! El incidente del vaso había trastornado la dinámi- ca de la familia, descubrí en la mañana, tan pronto ocupé mi puesto para el desayuno. Los saludos que me dispensaron fueron broncos como gruñidos. Nadie me pasó el plato con los huevos. El café de mi taza estaba frío. Debi servirme yo misma. Desde esa vez, la tía Dana me endilgó la etiqueta de enemiga. No más salchichas adobadas con sal en el puerto. No más salidas a la tienda juntas, comprendí sin esfuer- zo. Yo era pequeña como un insecto, cualquiera de ellos hubiese logrado hacerme papilla con el pie enci- ma, pero así y todo el ambiente se volvía eléctrico entre nosotros, capaz de pararte los pelos del brazo y la nuca. Los celos no creen en razones, las desechan como ese resto de papel en el rollo del sanitario que casi nadie usa.
JP de la Igles
Habia cargado con el libro de Ivanhoe de mi padre hasta el portal. El frio me importaba un bledo. Era mejor estar alli que adentro. Trataba de estudiar las conjugaciones de los verbos en pasado. Mi inglés dis taba de ser perfecto al momento de escribirlo, y en septiembre comenzaría el último grado del bachille rato. No sabía para qué rayos me serviría un diploma emitido en Alaska, si finalmente volvería a Costa Rica. Al parecer, el interés iba más por sacarme de la casa de lunes a viernes, así tropezaríamos menos los unos con los otros. No hubo margen de tiempo para pen- sarlo, discutirlo, y ya eso me tenía sin cuidado. Era la historia repetida, pero vista desde la otra punta del tubo. En esta escuela volvería a ser la extraña entre dos aguas, estaba segura. Irremediablemente morena con ojos azules.
Casi caigo de la baranda por culpa de Willy. El libro sí había salido despedido de mis manos y fue pegando saltos hasta el columpio.
Willy me lo levantó y se sentó en la baranda con- migo.
Fue como darle hacia atrás a la película.
Así me había vislumbrado por un segundo el día de mi llegada, mientras subía los escalones de piedra y temblaba bajo capas de miedo acumulado. ¿Podemos atrapar destellos del futuro, una especie de déjà vu invertido que nos conecta con un punto del tiempo que aguarda, que sabe que irremediablemente llegarás? -¿Qué hacías?
Leia-le dije a Willy sin mirarlo siquiera, revi sando las tapas del libro para comprobar que no habian sufrido demasiado tras la caída.
-Quiero decir ayer-siguió él-. Te vi venir. -¿Qué quieres decir?-Traté de ganar tiempo para
inventarme una historia. La del bosque no, obvia- mente. Tal vez el muelle, aunque sonaba a mentira desteñida, repetida.
-Estabas en el bosque, Olivia -dijo Willy.
Coloqué el libro en la baranda y crucé los brazos. Franci el ceño y lo miré, al fin.
-¿Qué bosque ni qué rayos? Tal parece que lo soñaste y sigues dormido.
-Te seguí -dijo Willy. Le bailaban lucecitas en los ojos. Cruzó los brazos él también. No sé si lo hizo por instinto, o siguiendo el impulso de mostrarse tan fuerte como yo, de medirse conmigo.
Bien. Acababan de despojarme limpiamente de un secreto. Lo habían birlado ante mi nariz.
-Oye, Willy. Si dices una sola palabra, ellos me matarán. ¿Entendiste?
Señalé con mi dedo hacia la casa, para que «ellos>>
no diese lugar a malentendidos. -Lo sé, Olivia -dijo-. También a mí.
Señaló su casa con el dedo. Lo colocó en la misma posición y a la misma altura que el mío.
No pude aguantarme. Solté la carcajada y me doblé en la baranda para seguir riendo. Willy me miraba con el asombro que hay en los ojos de un caballo que
no comprende por qué debe saltar el obstáculo, si derecha e izquierda queda libre la pista.
-Vale-dije, secándome las lágrimas al fin
.
-¿Viste al lobo?
Senti una corriente en la nuca, y después movies dose como caudal por mi columna. Bajé de la baranda de un salto y me estuve quieta mirando al vacío hasta sentir esa corriente en los dedos de mis pies y después difuminándose como una especie der rays que hace tierra.
Debi pensar en aquello como una señal. La luz roja del semáforo prendida.
La cinta de la película reventando. Cosas así. Pero mis sentidos estaban embotados. No lo hice.
Billy balanceaba los pies en la nada. Me pareció más chico que de costumbre. Volví a treparme, -No hay lobos en Alaska -dije en tono apenas
perceptible.
Entonces vi una mano caminando sobre la baranda. Venía hacia donde estaba yo sentada.
Tenía dedos frágiles como lápices de azúcar a punto de derretirse. Dedos que se deshacían al enla- zarse y cerrarse contra los míos. Apreté aquella mano y nuestras manos dejaron de ser dos. Se fundieron en algo suave, tibio. Hubiese estado el resto de la vida quieta en aquella baranda. Así.
-Una vez vi un melón más grande que el submari- no amarillo de los Beatles, Olivia.
-Lo sé, Willy-dije.