Eran tres. Estaban del otro lado de la calle recosta- dos contra la pared envueltos en una nube que uno imaginaria se formaba por el humo de cigarrillos Marlboro de menta, pero que provenía de sus piti- llos de marihuana. Uno de ellos llevaba los jeans más anchos que he visto jamás y una camiseta oscura con un estampado de calavera que parecía recién saca- da del cesto de la ropa sucia. Me llamó la atención antes que los otros, porque no llevaba chaqueta enci- ma. «Debe estar cagado del frío», pensé, aunque no lo parecía. Los otros siguieron chupando sus pitillos con naturalidad, pero ese, el de la camiseta y los jeans de campana, tiró el suyo y le puso un pie encima al verme venir. Tenía los brazos surcados de tatuajes estilo tribal; los reconocí porque una de las amigas de mi madre tenía uno así.
Crucé la calle diciéndome a mí misma que bien, todo iba que dejara la paranoia, que eran las diez de la mañana y pasaban personas y autos como siempre. Dos metros más allá estaba la tienda de Willy. Enverdad no necesitaba nada de la tienda. Podía dar media vuelta y devolverme, pero era como estar atra pada entre dos fuegos. Tampoco sentía valor para
soportar la atmósfera cargada de la casa. Segui -¿Quieres? -Me detuve porque el muchacho estaba en medio de la acera, bloqueándome el
paso Lo vi sacar algo del bolsillo -čun arma, Olivia?- los pitillos.
-Gracias-dije.
Intenté bajar a la calle para seguir, pero en ese momento el semáforo hizo el cambio a la luz verde y el tráfico comenzó a fluir hacia mí.
Al parecer, él lo notó.
-No te voy a comer-dijo tomando un cigarro y llevándoselo a los labios. Jugueteó con él unos segun dos y después dobló el brazo hacia atrás, como para pedir algo-: ¡Eh ustedes, fuego aquí!
Los otros se acercaron. Uno de ellos ofreció un encendedor. Sentí el chasquido y vi que la llama ers azul. Se me ocurrió pensar que era un encendedor recién comprado porque el chasquido fue perfecto, nítido. El otro bajó a la calle -vaya, ¿no es que venian carros? me dije con rabia a mí misma- y quedé así, absorbida por ellos tres. Parecíamos un grupo que se detiene a fumar
-¿Puedo seguir?-Intenté sonar valiente. No sé qué percibieron ellos, pero mis piernas si temblaban un poco, y también me temblaba la bar- billa. Apreté los dientes y pude captar con el rabillo
delajo que el semáforo volvia a ponerse en rojo y dos mujeres con una niña cruzaban hacia nuestra esqui Podia gritar. Senti alivio No eres de aquí, ¿verdad?-preguntó el del encen
dedor
No tenia que responderle, pero lo hice. Tal vez un silencio de mi parte podría envalentonarlos, o algo así.
-No.
-Vive al lado del juez William-dijo el de la cami- seta volviendo un tanto la cabeza hacia su amigo. Sus palabras parecían salir de una nube de humo acre, y llegaban a mi perfumadas como el azufre. El corazón pegó un solo golpe contra mi pecho.
Solo uno.
El que estaba en la calle soltó un silbido.
-¡Vaya! ¿Al lado de ese perro? Tú sí que lo sabes todo, Marrón. ¡Eres increíble! -Su asombro era exa- gerado. Estaba segura.
¿Alguien en su sano juicio podía hacerse llamar Marrón? Senti ganas de poner los ojos en blanco pero, como es natural, no lo hice. Quería seguir, solo seguir.
-La he visto salir de allí -dijo el llamado Marrón sin quitarme los ojos de encima. Pero vean qué piel tan bonita, qué pelo. Claro que no es de aquí.
Adelantó la mano libre y rozó delicadamente mis cabellos, que en aquel momento caían por delante de mis hombros como una cortina.
No moví un músculo. Pero dije:
-No te propases conmigo.
Estoy siendo cariñoso, solo eso. -Se puso melo- so- Así damos la bienvenida a los extranjeros en Alaska. ¿No lo sabías?
-¿Cómo te llamas? -preguntó el del encendedor. Tenia pecas diseminadas por la nariz. Tal vez por eso respondi: siempre he pensado que las personas con pecas son más empáticas, que quedan con trazas de niñez estampadas encima.
-Olivia.
El de la calle volvió a silbar.
-Me gusta.
-¿El nombre, o la chica?
El de la camiseta volvió a quitar el pitillo de su boca e hizo la misma operación de antes. Tirarlo. Aplastarlo concienzudamente. Después separó un poco las pier- nas, metió las manos en los enormes bolsillos delan- teros de aquel enorme jean y quedó así, ante mí. El de la calle no silbó esta vez. Se rascó la cabeza
-Los dos, creo.
El del encendedor sonrió antes de aventurar:
en la parte de la coronilla y dijo: -A mí también. ¿Qué te parece esto, Gi?
-¿Tablas? -No. Tablas nunca. Necesitamos un desempate. O ganas o pierdes, ya lo sabes, es la costumbre.
Miré hacia atrás. Si echaba a correr podría alcan- zar la tienda de Willy en pocas zancadas. Mis piernas eran largas y fuertes. La dificultad sería demostrar el miedo que sentía. Que lo percibieran. Los perros de caza oliendo, babeando con la adrenalina de su víc-
tima. Volveria a encontrarlos, estaba segura. Sablan Ande vivia -Que elija ella-dijo Marrón, los ojos moviéndose despacio o en las cuencas, sin prisa. No a su amigo. Me
le dijo a mi Senti cómo transpiraban mis axilas bajo el abrigo, y mis pies en el interior de la gamuza de las botas. Transcurrió un eterno minuto durante ele que guno dijo nada. nin-
Di media vuelta. Esperaba una mano aferrándose ami brazo como un gancho, mas no fue así. Tras de mi se hizo silencio. Caminé por la acera; ni muy des- pacio, ni muy deprisa. Pasé frente a la puerta de la tienda de Willy y seguí. Llegué a la siguiente esquina y seguí. No sabía qué más hacer. Avanzaba sin avan- zar, sin saber a dónde iba, como el hámster que da vueltas en su rueda, como la noria que te deposita inevitablemente, una y otra vez, en el punto de salida.