Esa semana me inscribí en la escuela. Era la única de pueblo que ofrecía bachillerato así que pensé -y mis tarde comprobé que no había errado el tiro- e todos los chicos y chicas del lugar se conocían los secretos, que todos se deseaban feliz viernes los vier- sy se miraban con caras de bull dog los lunes, que prestaban las películas, se odiaban y amigaban y cambiaban de parejas entre ellos. La escuela olía a pima rancia-no sé por qué, pues faltaban varios días para comenzar a abastecerla con nuestros almuerzos- yhabía sido remodelada el año anterior. Lo decía una placa atornillada en el portón del frente. Pero solo sele notaba ese toque de actualidad en las baldosas Mancas de los pisos y los flamantes casilleros de los pasillos. Debieron estar locos para montar baldosas Hancas. O tal vez los chicos de Alaska no tiraban puquerías en el suelo.
La directora arrastraba la erre más de la cuenta. la lámpara del aula que ocuparía zumbaba como si twiese abejas en el tubo. Había un campo de fútbol
con el pasto arrancado por porciones. Imaginé el griterio en las gradas. Las porristas animando a los equipos con pompones azules y medias hasta el muslo. Empezaron las clases y todavía no le hallaba sentido a nada de eso. Ni siquiera cuando pensé que jamás hubiese tenido un casillero tan amplio, tan lim pio, en Costa Rica. El primer día solo le eché llave a su puerta y me largué por el pasillo. Eso sí, a esa hora de la tarde las baldosas relucían de lo lindo. Soltaban chispas que me precedian, y eso era bello.
Pero ocurrió algo más esa semana. El martes en la noche.
El reloj eléctrico de mi mesilla marcaba las 10:45 y después de muchas vueltas no lograba dormir. Sentia la garganta seca y, aunque bebi agua del grifo del baño, la sensación de tener la lengua de estropajo no se iba.
Abrí la puerta de la habitación y miré a ambos lados del pasillo. Oscuro. Fui hasta el hueco de la escalera y agucé el oído. Abajo todo estaba en silencio y un débil resplandor flotaba, como la niebla del bos- que, en el primer piso. Las mujeres dejaban siem- pre la lámpara de pantalla encendida, por si alguien debía bajar después de apagar las luces. Era un brillo amarillo y me hizo recordar un sol gastado. Saqué los pies de las zapatillas de dormir y bajé. Podía sentir la temperatura ligeramente fría de los escalones en mis pies desnudos. Trataba de cerrar un poco los dedos para evitar cualquier ruido. Cuando estuve abajo giré hacia la cocina. Me acuclillé frente al gabinete. Abri
puertas inferiores con cuidado, tomé dos botellas de agua del paquete que ya estaba abierto, clas con el mismo cuidado y entonces lo vi Era solo una sombra perfilada y oscura pegada a pared. Pero aquella sonrisa de labios grasientos de
astilla, repulsiva, yo podía reconocerla a mil leguas amil kilómetros, a mil años luz. Lovi venir y me enderecé de un salto. Alcé las bote
-¿Qué haces?
las para que las viera.
-Quería agua-dije.
Nos hablábamos en susurros, por miedo de des
pertar a las mujeres.
-¿Puedes alcanzarme una? No quería agachar el lomo para tomar otra botella
del paquete. Le pasé una de las dos que tenía.
Cuando la tomó, sentí sus dedos cerrándose sobre los míos. Recordé los dedos de Willy, allá en la baran- da. Pero estos eran distintos; una garra con uñas cur- vas que se clavaron en mi carne. Retiré mi mano con asco, me aferré a aquella botella de agua que quedaba conmigo como el náufrago se aferra a la última tabla que el mar le envía. Salí de la cocina de prisa, pero silenciosa como un ratón, y subí.
En mitad de la escalera, supe que él venía tras de mi. Cuando alcance el pasillo de arriba, una de sus manos llegó a tomar mi cabello por la punta. Se me erizaron los pelos de la nuca. Llegué a mi habitación y cerré la puerta con seguro, y él se quedó en el pasillo. El corazón bombeaba fuera de ritmo. Recordé las
apatillas abanimadas al pie de la escaler de ellas se levantabe podia descubririas, sospecha pero ni asi recuperé ánimos para in Poco antes de
La siguiente tarde me llegó un segundo dib Esta ver lo dejaron pegado con cinta adhesiva en la pared, justo encima del lugar donde colocabu cabeza para dormir. Hay personas que ubica en ese sitio un crucifijo, o un cuadro de la Virgen, pero yo temia una hoja com um dibujo. Era una chica de palitos subiendo una escalera. Detrás de ella sabía el chic Esta vez no iban vestidos, pero reconoci los sexos porque habían dibujado el cabello de ella tan largo como el velo de una novia que, en vez de ser blancs era oscuro como la noche más cerrada. El pelo flota- ba hacia atrás y terminaba enrollándose en la cintura del chico de palitos. Otra vez se saltaron los detalles de la cara; ni bocas, ni ojos, ni nariz.
No lo arranqué de su lugar de inmediato, me aguanté. Sentia tanto miedo como la otra vez y no queria mirar hacia la pared. Me senté en la cama de espaldas a eso, diciéndome a mí misma que no podia seguir en aquella casa. No asi. Repasé mentalmente la lista de personas conocidas. Lo hice varias veces Entonces armé un sobre con hojas que fui grapando busqué el estuche del maquillaje, tomé la pinza de cejas y desprendí el dibujo de la pared sin ponerle mis dedos encima. De ese modo saldrian solo las huellas dactilares de él, no las mias. Cuando estuvo bien acomodado dentro del sobre, lo cerré.
Después de tomar el desayuno de la mañana, mar qué un número
Me respondió una mujer con voz de secretaria. Se excuso conmigo, colgó y después me llamó ella a mi Me dijo que el gobernador no podia recibirme, però que el siguiente dia almorzaria conmigo.
A veces el valor es como la espuma: una descarga de adrenalina que dura solo lo justo, lo preciso.
Esa noche la tía Dana contó cuentos durante la cena. De mi padre, de cuando eran niños y se iban al bosque a ver las auroras boreales y pasaban la noche tumbados boca arriba, inmersos en aquel caleidosco- pio de luces, extasiados con las columnas de colores que intercambiaban lugares entre sí.