El lobo y las serpientes

Capítulo 1: Pensamientos diferentes.

Albeiro y Andreina, los gemelos de quince años, se sentaron en la roca más alta del acantilado, la única cerca de su casa que miraba directamente al corazón de la isla.

El sol se había escondido una hora atrás y la oscuridad, espesa y silenciosa, comenzaba a abrazar el bosque.

Una brisa tibia, cargada del aroma a sal y a flores exóticas, les acariciaba la piel; de la bolsa de cuero de Albeiro asomaba la punta de una brújula vieja —el mismo instrumento que Arturo había recibido entre los regalos el día de su boda, un presente de su padre Ángel—, con la aguja fija en una dirección que su padre no le había explicado.

Era la noche de la Reunión Anual. En esta fecha, las serpientes de la isla abandonaban sus cuevas para visitar la casa de Esmeralda y Arturo. A medida que se acercaban, se podía sentir una energía diferente en el aire, una vibración ancestral que Albeiro conocía muy bien.

—Míralas, ya vienen —susurró Albeiro, con la voz cargada de una fascinación que Andreina no comprendía. Sus ojos ámbar seguían los movimientos furtivos de una sombra pequeña entre los árboles.

—Me dan asco —respondió Andreina, con un tono lleno de resentimiento. Se abrazó a sí misma, apretando con fuerza la piedra verde que siempre colgaba de su cuello; el gesto era como contener una rabia más antigua que su cuerpo. Intentó bloquear el frío que, para ella, no venía del aire de la isla, sino de la cercanía de aquellos animales.

La sombra se detuvo justo a los pies del acantilado. Era una serpiente pequeña, de escamas que brillaban con un tinte esmeralda bajo la luz de la luna.

Albeiro la reconoció de inmediato. Era Zafira, una de las serpientes más antiguas de la isla y su amiga de la infancia, la única con la que había compartido secretos que ni su hermana conocía.

Zafira levantó la cabeza y miró directamente hacia ellos. Entonces, la magia sucedió.

Sus escamas se desprendieron como hojas secas al viento, sus ojos se agrandaron y su cuerpo se estiró en un movimiento rápido y silencioso, a la vez increíblemente bello y sinuoso.

En cuestión de segundos, la criatura se había convertido en una mujer de belleza sobrenatural. Su piel, de un blanco pálido casi translúcido, brillaba en la penumbra. Su cabello, negro y largo como la noche misma, caía en cascada por su espalda, rozando sus formas apenas cubiertas por finas telas que dibujaban más que ocultaban.

En su mano derecha, con una elegancia inquietante, sostenía la pequeña cabeza de serpiente que acababa de mudar; la comisura de su boca mantenía una cicatriz fina, como si la transformación hubiera dejado huellas antiguas.

Albeiro se puso de pie, sonrojado y asombrado como la primera vez que la vio. Un escalofrío mágico recorrió su cuerpo. La energía que corría por sus venas se sentía más viva que nunca, un eco de la transformación misma. La brújula en su bolsa vibró levemente, como si respondiera a la presencia de Zafira.

—Increíble… —dijo Albeiro, susurrando la palabra como una oración.

Andreina se levantó de un salto, su rostro contraído en una mueca de desprecio.

—¿Increíble? ¿No te das cuenta, Albeiro? Son animales. Son las guardianas de nuestra prisión. ¿Acaso no te da rabia? No te preguntas qué hay más allá, al otro lado del océano, lejos de esta isla y de estos… de ellas.

Albeiro la miró, pero la fascinación que antes le iluminaba los ojos se extinguió como una vela al soplo de la verdad al escuchar a su hermana; en su lugar brotó un odio frío y paciente, una rabia nutrida de malos pensamientos.

Ese resentimiento —no el temperamento explosivo de Andreina, sino una maleza que se enraíza y espera— le llenaba la boca de sabor metálico; al imaginarse la expulsión de sus padres, su odio crecía se convertía en calor que se transformaba en promesa de revancha.

No buscaba consuelo ni perdón: anhelaba deshacer el orden que los había marginado, devolver con actos el peso que la familia le había puesto en el pecho.

La magia le ofrecía un camino; estás tierras, una complicidad; y las mujeres-serpiente, herramientas y aliados posibles.

Pensar en ellos despertaba en Albeiro una determinación afilada: no quería solo libertad, quería venganza, fina y precisa, que limpiara la afrenta hasta dejarla irreconocible. Alejo esos pensamientos observando a la bella mujer enfrente de él.

Zafira, ahora figura imponente y seductora a los pies del acantilado, se inclinó un poco y clavó en los gemelos una mirada que ardía entre promesa y amenaza.

Sus ojos, brillantes como espejos rotos, eran a la vez invitación y sentencia. su voz era baja, grave y melódica, como el viento que canta entre las hojas; cada palabra estaba pulida y venía con un filo invisible.

—Esta noche las serpientes no vienen solo por costumbre—, dijo, y en la pausa que siguió pareció encoger el mundo con la misma calma con la que alguien aprieta una llave.

—Ya no peleen, hijos de los dioses —dijo—. Hoy se renueva el pacto, el sacrificio que os permite vivir aquí. No lo toméis a la ligera. —La advertencia de Zafira sonaba como súplica y sentencia a la vez.

Andreina, sintiendo la rabia hervir en su interior, se dio la vuelta y se alejó con pasos decididos hacia la casa. Sus dedos apretaron la piedra verde que colgaba en su cuello, hasta que pareció gemir.

Albeiro la vio alejarse y sintió, como su corazón se partía en dos: un lado tiraba hacia su hermana, hacia el escape y el mundo fuera de la isla; el otro lo arrastraba hacia Zafira, hacia el abrazo oscuro de un destino forjado por rabia y poder.

La brújula en la bolsa ya no era solo un objeto: era una pregunta punzante y una promesa siniestra. Cada vez que la rozaba con la mano, pensaba en la expulsión de sus padres eso lo inflamaba y con ello crecía su resolución: no le bastaba libertad, quería ajustar cuentas; quería que la afrenta tuviera un precio, y sabía que está isla y sus secretos podían convertir ese deseo en arma.




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