La noche envolvía la isla en un manto de misterio, un velo oscuro salpicado por el titilar lejano de las estrellas que Andreina observaba mientras caminaba, con el corazón latiendo a un ritmo acelerado, hacia el hogar que compartía con su familia.
La tenue luz de la luna, filtrándose entre las frondosas palmeras, acariciaba su rostro, acentuando la compleja mezcla de recelo y desafío que se había convertido en su expresión habitual últimamente.
El aire estaba cargado, no solo por la humedad tropical que se adhería a la piel, sino por una tensión palpable que emanaba de su propio interior, una inquietud que la impulsaba a apresurar el paso.
—Andreina —comenzó Albeiro, su voz un susurro que apenas se atrevía a romper la quietud de la noche. Se acercó a ella, y el crujir de las hojas secas bajo sus pies sonó amplificado en el silencio sepulcral—. Zafira dice que sabe dónde está el mapa. Que nuestros padres lo escondieron en las Montañas Prohibidas.
Andreina se giró lentamente, la sorpresa y la incredulidad marcadas en cada línea de su rostro. Sus ojos, ya adaptados a la penumbra, se fijaron en los de su hermano, buscando una explicación que él, a su vez, parecía no tener del todo clara, transmitiendo una incertidumbre que solo aumentaba la sospecha de ella.
—¿Las Montañas Prohibidas? ¿Por qué nuestros padres habrían escondido el mapa allí, Albeiro? —respondió, su voz teñida de una profunda desconfianza. Las historias sobre esas cumbres eran sombrías, llenas de advertencias de las ancianas serpientes sobre peligros ancestrales y criaturas olvidadas—. No confío en esto. Lo mejor sería no ir y volver hablar con ellos directamente, que nos lo entreguen, o buscarlo aquí en la casa.
Justo en ese instante, la figura esbelta de Zafira apareció detrás de Albeiro, emergiendo de las sombras con una gracia casi etérea. Su presencia, siempre rodeada de una calma calculada, cortó el aire como un susurro sedoso, cargado de una energía diferente.
Ante los ojos de los gemelos, Zafira vestida con ropas sencillas pero de un corte elegante que parecían tejidas con la misma noche. Se acercó a ellos, una sonrisa apenas perceptible jugando en sus labios, sus ojos brillando con una inteligencia ancestral y una pizca de impaciencia.
—Si no quieres ir, está bien —dijo Zafira, su mirada fija en Andreina, una provocación velada en su tono—. Quédense en esta isla, atrapados en sus dudas. Por mí, no hay problema. —Hizo un gesto hacia la selva, donde su hogar se encontraba—. Yo no tengo motivos para salir de aquí.
Andreina sintió la burla en cada sílaba. Dio un paso al frente, su cuerpo se tensó, preparándose para la confrontación. La idea de que Zafira pudiera abandonarlos, o peor aún, burlarse de su situación y de la desesperación que los embargaba, encendió una chispa de furia en ella, avivando el fuego que tanto temían sus padres.
—No te olvides, Zafira —advirtió, su voz cargada de una amenaza fría y cortante, el tono de quien sabe que tiene un as bajo la manga—, que si no me ayudas a encontrar el mapa, le contaré todo a mis padres y a todas las serpientes líderes de la isla sobre lo que tú y mi hermano han hecho.
Zafira soltó una risa suave, casi burlona, que resonó en la selva como el tintineo de cristales rotos, un sonido que heló la sangre de Andreina.
—Pero, niña, ¿quién te entiende? —replicó, su tono teñido de una impaciencia apenas disimulada, como si el tiempo apremiara y la duda de Andreina fuera un obstáculo innecesario—. Sé cuál es el camino para encontrar el mapa, ¿por qué no me crees? ¿Acaso no quieres salir de esta isla y dejar atrás todo lo que te ata?
Albeiro intervino, su voz tratando de calmar las aguas, de mediar entre la desconfianza de su hermana y la aparente certeza de Zafira, sintiendo el peso de la decisión sobre sus hombros.
—Andreina, ¿por qué motivo tendría Zafira para mentirnos? Yo le creo. Vamos a buscar el mapa a las Montañas Prohibidas. Es nuestra única oportunidad de cambiar nuestro destino.
Andreina, aunque todavía escéptica, sintió cómo la insistencia de su hermano, y la visión de un futuro fuera de la isla que parecían tan cerca de alcanzar, comenzaban a erosionar sus defensas. La esperanza, esa llama que creía extinguida, parpadeó de nuevo en su interior, impulsándola a ceder ante la urgencia de la situación.
—Está bien —aceptó, su voz teñida de resignación, pero también de una nueva y férrea determinación—. Pero he escuchado a las ancianas principales de la isla decir que en ese lugar hay una serpiente legendaria, una criatura muy grande y peligrosa. Ir para allá es un riesgo que debemos considerar.
Zafira se rió abiertamente, una burla descarada que hirió a Andreina más profundamente que cualquier amenaza directa. La risa de Zafira era un recordatorio de su propia vulnerabilidad y de la aparente superioridad de la otra.
—¿Tienes miedo, pequeño lobo? Entonces no vayas. Iremos solamente Albeiro y yo.
La provocación caló hondo en Andreina. Respiró hondo, sintiendo cómo la adrenalina recorría sus venas, endureciendo su determinación con cada bocanada de aire. La idea de que Zafira la subestimara, de que la considerara débil y la dejara atrás, era inaceptable.
—No —dijo, su mirada fija y desafiante, clavada en Zafira, desafiando su juicio con una fiereza recién descubierta—. Sí iré. Alístense. Saldremos en la madrugada, antes de que amanezca.
Andreina observó a Zafira con una intensidad que delataba su profunda desconfianza, cada uno de sus movimientos analizado con la agudeza de quien espera una emboscada, preparada para reaccionar ante cualquier señal de traición.
Las palabras de su hermano sobre la supuesta guía de la serpiente resonaban en su mente, intentando sembrar una semilla de esperanza, pero la imagen de Zafira, siempre tan calculadora, tan enigmática, no le inspiraba la menor serenidad. Era un enigma envuelto en escamas, y Andreina no estaba dispuesta a ser su próxima víctima, ni a caer en sus mentiras.