Mientras los gemelos entraban a la casa, Andreina, con el corazón palpitante y un nudo en el estómago, no podía evitar recordar las palabras de las guardianas de la isla, sus rostros hermosos aunque marcados por el conocimiento y la prudencia: "Las Montañas Prohibidas están llenas de peligros, y la serpiente que las custodia no es un ser cualquiera. Es antigua, poderosa, y su naturaleza es tan indescifrable como las sombras que la envuelven."
Esa advertencia resonaba en su mente como un eco constante, un presagio sombrío, mientras imaginaba la figura oscura y amenazante que podría acechar en la penumbra de esas cumbres, un guardián de secretos que quizás nunca debieron ser desenterrados.
—Albeiro —murmuró Andreina, su voz apenas audible, rompiendo el silencio de la noche que los envolvía en la sala de su hogar—. ¿Realmente confías en Zafira? ¿No te parece... extraña?
Su voz temblaba ligeramente, revelando el nerviosismo que intentaba ocultar, la duda que la carcomía.
—Sí, Andreina. No te preocupes —respondió Albeiro, su voz transmitiendo una calma que ella deseaba sentir—. Todo se va a solucionar. Vamos a encontrar el mapa y finalmente podremos salir de esta isla. Volveremos a nuestro verdadero hogar, donde pertenecemos. Piensa en eso, en nuestro futuro.
Con esas palabras, ambos subieron las escaleras, cada uno dirigiéndose a su habitación, la tenue luz de las lámparas de aceite proyectando largas sombras que parecían danzar al compás de sus inquietudes.
A medida que la oscuridad los envolvía por completo, las imágenes de las imponentes montañas y la misteriosa serpiente guardiana danzaban en sus mentes, alimentando tanto la esperanza como el temor.
Andreina se preguntaba qué forma tendría esa criatura legendaria, si sería realmente una serpiente gigantesca con escamas como obsidiana, o quizás una metáfora de los miedos profundos que habían heredado de sus padres, de los peligros que ellos mismos habían enfrentado y que ahora recaían sobre sus hombros.
Mientras tanto, Albeiro, aunque lleno de odio genuino por sus parientes y un deseo ardiente de venganza, también sentía una punzada de inquietud, una sombra de duda que se deslizaba en los bordes de su optimismo.
La aventura que les aguardaba al amanecer era incierta, un camino desconocido que se desplegaba ante ellos como un pergamino antiguo. Pero la promesa de encontrar la isla donde provenían sus padres, la visión de encontrar a sus parientes, los impulsaba a seguir adelante, a desafiar el peligro y a descubrir la verdad escondida en las sombras de las Montañas Prohibidas.
En la penumbra de la casa, los pasos de Andreina y Albeiro resonaron brevemente antes de que cada uno se retirara a la soledad de sus habitaciones.
Arturo y Esmeralda, sentados juntos en su habitación, intercambiaron una mirada cargada de entendimiento y preocupación. El silencio de la noche se rompió por el sonido de sus pasos al levantarse.
Sabían que algo más allá de la simple rutina estaba sucediendo; la ausencia de Albeiro en la ceremonia y la transformación de Andreina en loba eran señales que no podían ignorar, pero la verdadera naturaleza de sus actividades nocturnas y sus planes futuros les era completamente desconocida.
La idea de una expedición a las Montañas Prohibidas o la búsqueda del mapa mágico estaba muy lejos de sus pensamientos.
Arturo se dirigió primero a la habitación de su hija. La encontró sentada en el borde de la cama, la mirada perdida en la pared de madera destrozada, en algún punto invisible del horizonte.
—Andreina —comenzó Arturo, su voz suave pero firme, buscando romper la coraza de la joven—. Sé que hoy ha sido un día difícil. Pero debo decirte que estoy orgulloso de que hayas dejado salir tu Lobo. Es una parte de ti, una fuerza inmensa. Sin embargo, debes aprender a controlarla, hija. Es un peligro, no solo para los demás, sino para ti misma. Las primeras veces de transformación pueden ser caóticas; puedes herir a quien más amas, incluso sin quererlo.
Arturo se sentó a su lado, su expresión reflejando una profunda melancolía.
—Recuerdo cuando luché con mi propio padre. Estaba perdido, desorientado tras abandonar a tu madre Esmeralda cuando ella era apenas una niña. La rabia y el dolor me consumieron, y por un tiempo, mi fuerza salvaje amenazó con destruirlo todo. Fue un camino arduo, pero aprendí a dominarla, a canalizarla. Tú también puedes.
Andreina escuchaba en silencio, asimilando las palabras de su padre. La idea de su Lobo como una fuerza destructiva, y no solo como un instinto de supervivencia, la inquietaba profundamente.
Mientras tanto, Esmeralda se dirigió a la habitación de Albeiro. Lo encontró de pie junto a la ventana, observando la oscuridad exterior.
—Albeiro, cariño —murmuró Esmeralda, acercándose a él—. ¿Por qué no asististe a la ceremonia? ¿Qué te detuvo?
Albeiro se giró, una sombra de evasión en sus ojos.
—Me quedé conversando con Zafira, madre. Perdón, me entretuve y el tiempo pasó muy rápido.
La mención de Zafira tensó el rostro de Esmeralda.
—Albeiro, no me gusta esa compañía. Sé que dices que es tu amiga, pero algo en ella me resulta… inquietante. Y no voy a dejar de decirlo.
—Madre, Zafira es mi amiga, y no voy a dejar de serlo nunca —respondió Albeiro, su voz firme, defendiendo su lealtad.
La preocupación de Esmeralda se intensificó. Conocía la naturaleza de Zafira, su capacidad para transformarse, para adoptar esa forma deslumbrante y seductora.
—Hijo, debes tener cuidado —advirtió Esmeralda, su voz teñida de una seria advertencia—. Sería un gran pecado, una transgresión terrible, que formaras un vínculo amoroso con ella. Si eso llegara a suceder, Zafira… Zafira tendría que morir. Es la ley.
Albeiro la miró, la gravedad de sus palabras cayendo sobre él como un peso inesperado.
—Madre, tengo sueño. Por favor, déjeme descansar —dijo, su voz cargada de una súbita fatiga, buscando un respiro ante la intensidad de la conversación.